Intertextualidad como fuente de liberación de un autor

Por: Alejandro Manrique

Obra: “Un dique contra el Pacífico”
Autor: Marguerite Duras                                                                
Año: 1950
Edición: Fábula, Tusquets, 2008

Obra: “El amante”
Autor: Marguerite Duras                                                                
Año: 1985
Edición: El País, 2002


Marguerite Duras, escritora nacida en la Indochina colonialista francesa, ha recurrido a sus recuerdos de infancia, adolescencia y temprana juventud, en lo que hoy sería Vietnam, para desarrollar la temática recurrente en su obra literaria: la pobreza, la violencia, las relaciones personales trastocadas, el amor, la locura, la espera, la lucha contra la naturaleza, la corrupción, el colonialismo, la muerte, así como el trinomio deseo-pasión-sexo. Con cuarenta novelas publicadas, nos enfocamos en dos, de suma relevancia, para el presente análisis: “Un dique contra el Pacífico” y “El amante”. Historias paralelas e intertextuales que, a partir de un ejercicio de “honestidad literaria” con la segunda historia, habría permitido a Duras liberarse de ataduras psicológicas, subjetivas, morales, políticas, sociales, emocionales, y, en simple, contar su verdad y compartir emociones verdades con los lectores. La autora, hacia el final de su vida, habría utilizado a la literatura como un catalizador redentor, como una forma de liberación, y qué mejor que compartir su experiencia con los lectores.

En “Un dique”, Duras nos narra la historia de una familia disfuncional y empobrecida (mental, espiritual y materialmente) en las cercanías de la ciudad ficticia de Ram en la costa indochina. El padre ha fallecido y la madre trata de sacar a su familia adelante. Tiene un hijo de veinte años que es agresivo e impulsivo y que está dedicado a la mecánica, la caza y demás actividades manuales. La hija, de diecisiete, vive sus días desarrollando su ambigua relación de amor-odio con su madre, admirando y deseando a a su hermano, y lidiando con la soledad, así como con esos deseos de ser “rescatada”, de que alguien la saque de la miseria donde vive y se la lleve lejos. Así, se pasa el día en el puente cercano a casa y próximo a la carretera, observando los autos que transitan por allí, soñando con que alguno se detenga y se la lleve. Es una continua espera. La madre, la verdad sea dicha, desea lo mismo: que alguien se lleve a su hija. Por el hijo se preocupa menos: sospecha, o quiero hacerlo, que su inteligencia, fortaleza y sagacidad lo sacarán adelante. Pero es por la hija por la que teme y por ello también se encuentra dispuesta a arrojarla a los brazos de algún hombre rico que quiera casarse con ella.

La madre sufre porque, además de sus trastornos mentales traducidos en su estado maniaco-depresivo, se caracteriza por la constante mala toma de decisiones, llegando al punto de desear la muerte. Vive endeudada con el banco; la concesión de tierra que tiene es inservible porque no se puede cultivar en ella ya que el océano, una vez al año, inunda y arrasa con las tierras cultivables; construye diques para prevenir el ingreso del mar pero la empresa es un desastre; y además su carácter explosivo e irascible la predispone negativamente con las autoridades coloniales, entre ellas la Oficina de Catastro (de allí a que el hijo, Joseph, sumado a los momentos de vida cotidiana, reitere el hecho de que la madre está loca).

Hasta que conocen a un francés rico que se interesa en Suzanne, la hija. Pero la madre y el hermano no lo toleran por ser un tipo poco agraciado, simplón, sin carácter, débil, aunque al inicio se aprovechan materialmente de su presencia: comidas, bebidas, regalos, hasta un diamante ofrecido a Suzanne, momento propicio que permite a ella y su familia alejar al francés. Suzanne se ha mantenido virgen a pesar del amor profeso e insistente del francés. Con el diamante en mano, la familia tiene intención de venderlo y van a la gran ciudad, pero comienzan los problemas y la desintegración familiar: la madre empieza a deprimirse y enfermarse, Suzanne experimenta una vida lejos de casa gracias a Carmen, y Joseph conoce a su futura amante, a la que le venderá el diamante. Los tres regresan a casa pero es el inicio del final: el diamante sigue en posesión de la familia y es más una carga que un alivio, Joseph se marcha con su amante luego de un mes y Suzanne se pasa el día en el puente mirando coches. La madre enferma más y hace un último intento en arreglar un encuentro entre su hija y el muchacho Agosti. Ellos inician una relación amorosa pero la madre muere, Joseph regresa y él, junto a su hermana, la amante y el ataúd de la madre, se marchan a la gran ciudad.

La lectura de dicha novela nos lleva a pensar cuánto hay de ficción, cuánto de verdad, creyendo que si la escritora vivió en Indochina tuvo que ser testigo de sucesos, al menos, similares. Pero es con la lectura de “El amante” en que el lector, si está predispuesto, puedo ser capaz de entender y cerrar círculos. “El amante”, novela de carácter autobiográfico, nos cuenta la historia de una adolescente en Saigon que, a sus quince años y medio, vestida por su madre como una “niña-prostituta” (sombrero de hombre, vestido grande, calzado dorado y los labios pintados de rojo carmesí), conoce a un acaudalado empresario chino en un trasbordador en el río Mekong para luego terminar enredándose en una relación carnal y de deseo que dura aproximadamente dos años hasta que ella, a los dieciocho, regresa a Francia con su familia. La historia también narra evocaciones y recuerdos de la relación de la escritora con la madre, los hermanos, el entorno decadente, violento, sufrido, miserable y triste que unió a su familia en Indochina y después y que ya mencionamos anteriormente como temas recurrentes. La narración fragmentada, dando saltos temporales y cronológicos, utilizando narradores en primera y tercera persona, otorga un ritmo poético, hermoso y nostálgico que hacer creer que uno está en capacidad de entender a la escritora/narradora en su completa dimensión.

Es en estos momentos de empatía en los que uno puede hacer paralelos entre ambas historias, lo cual, en realidad, es evidente: ambas hablan de Indochina y el contexto colonialista, de la miseria de una familia, de la locura y la violencia enajenadora en los miembros de la familia, de las relaciones de la hija con hombres mayores y ricos, de las zancudas en la mesa, la caza de panteras negras, la limusina León-Bollée, los niños muertos por doquier, las concesiones y malas decisiones, el diamante, la “eterna espera” de la adolescente, etc. Es decir, la intertextualidad entre ambas novelas es evidente.

Pero queremos ir más allá de ello. Creemos que con treinta y seis años, Duras publicó “El dique” jugando con eufemismos, dando rodeos, mostrando situaciones de manera indirecta, cuidando un poco a los personajes y a las personas que ellas representaban (su familia), tal vez un poco para guardar las formas, tal vez para evitar discusiones suscitadas por la lectura y demás connotaciones políticas y/o morales, quizá para negar y esconder información que ella misma, como escritora, experimento y sufrió. Creemos que, con setenta años, al momento de publicar “El amante”, Duras, debido a su edad, habría querido darse el gusto y complacencia de contar y decir “sus verdades”. Y es posible, incluso, que haya buscado dicha complicidad con el lector.

Recogemos un pasaje de “El amante” que, como una suerte de guiño de ojo, nos hace creer que vamos en la dirección correcta: “Así, pues, no es en la cantina de Ram, ya ven, como había escrito, donde conocí al hombre rico de la limusina negra, es después de dejar la concesión, dos o tres años después, en el transbordador, el día al que me refiero, bajo esa luz de bruma y calor (pp. 38). Esta cita nos hace creer que Duras habría buscado la empatía del lector que conoce también la obra de “El dique”, anunciándole que contará una historia verdadera y de manera honesta.

Así, hemos elegido cuatro ideas y momentos para ejemplificar lo anterior.

En primer lugar, la madre es vista como “loca” en ambas historias, tiene arranques insanos y violentos y, en ambas obras, le pega duramente a su hija. La agrede físicamente de manera abusiva durante horas. En la primera por sospechar que su hija se ha ido a la cama con el francés; en la segunda, sin tener certezas pero asumiendo las implicancias sexuales de su relación con el chino, le dice directamente que “su hija es una prostituta, que va a echarla fuera de casa, que desea verla reventar, que nadie querrá saber más de ella, que está deshonrada, una perra vale más” (pp. 79). La madre tiene un rol desgarrador en ambas obras, como si no quisiera a su hija, o no tanto como a sus hijos varones, pero mientras que en la primera se mantenía en la ficción, es con la segunda que entendemos las que serían las reales dimensiones de su personalidad y de la relación con su hija. Será por ello, quizá, que en “El dique” la madre no tiene nombre, sólo se llama “madre”, mientras que la hija Suzanne. En “El amante”, la madre se llama Marie mientras que la hija, esta vez, no tiene nombre. A veces no se pueden nombrar las penas y los dolores. A veces es mejor guardar silencio.

En segundo lugar, el papel del hermano mayor. Se puede interpretar que el hermano Joseph representa la figura fusionada de los dos hermanos varones en “El amante”. En “El amante” Joseph representa a la violencia del hermano mayor y la pasión que la adolescente  siente por su hermano menor. Así, en el “El dique” hay admiración y deseo por el hermano mayor por parte de Suzanne, pero ella también es consciente de los arrebatos de violencia de él, aunque hay ciertas actitudes que lo salvan como hijo pues ama a su madre y piensa en su familia a pesar de todo. En “El amante” el hijo mayor es una persona que le agrede físicamente a su hermano, es malvada, violenta, ladrona, capaz de robar a su madre y a los sirvientes, gastar todo en el consumo adictivo a la droga del opio. Es capaz de cambiar el contenido del testamento de la madre a su favor, robarle cincuenta mil francos a su hermana en Francia luego de años de no verla, entregar información de las familias judías durante la segunda guerra mundial. Ni siquiera es una persona: es una entidad maléfica. La narradora, luego de numerar y explicar todo lo anterior, confiesa en “El amante” haber sentido deseos de matarlo.

En tercer lugar, en “El dique” el amante fallido es un francés acaudalado, poco agraciado, con un carácter débil que se contenta sólo con la contemplación de la piel desnuda de Suzanne mientras ella se ducha, con la que nunca llega a consumar el sexo, a la que idolatra y desea desesperadamente, a la que regala muchas cosas, entre ellas un diamante. La familia no tolera a ese hombre porque les causa repulsión. Y luego de hacerse con el diamante alejan al francés. En “el amante” el diamante existió, la repulsión existió, hubo sexo entre un mayor y una menor, pero en lugar de ser francés, el amante era un chino, algo que, por temas de prejuicio racial y estereotipos, haya sido difícil de “confesar”, más aún teniendo en cuenta las sutilezas socio-políticas e históricas como consecuencia de la guerra franco-china de fines del siglo XIX. Por ello hay una indiferencia y hasta odio profeso, mucho más radical que el observado en “El dique”. La familia nunca le dirige la palabra al chino. La hija siempre es intermediaria. El padre del amante chino jamás aceptaría que su hijo se casara con una niña blanca francesa. El amante tampoco tiene nombre (en contraposición a “El dique”). Es mejor callar y no nombrar los dolores. Pero con este amante -el verdadero-, la narradora y la adolescente tienen sexo, sucumben ante la pasión y el deseo. No es el francés que la observa desnuda mientras se baña, es el amante chino el que la baña y le limpia el cuerpo, para luego llevársela a la cama y acariciarla y besarla todas las tardes durante un año y medio.

Como cuarto punto, podemos señalar a la misma Marguerite Duras. En “El amante” confiesa que perdió a un hijo, que ha odiado a su madre, que ha querido asesinar a su hermano mayor, que ha deseado al hermano menor, pero que lo que también ha marcado su vida ha sido ser profundamente alcohólica. Como dijimos arriba, a los setenta años, qué más da sincerarse y nombrar las cosas como realmente son. En ese sentido nos llama la atención la franqueza de Duras al momento de hablar de sus características físicas. En “El dique” Suzanne es simple y sencillamente hermosa de rostro y de cuerpo. En “El amante”, Duras se considera una mujer poco bella, o no tan bella, y que incluso, a los diecisiete años ya se verá como una mujer mayor y envejecida (física, mental y simbólicamente), aunque siempre manteniendo rasgos de placer. Nuevamente, la escritora quiere decir las cosas como son. La “niña-prostituta” no era tan guapa como Suzanne, pero era blanca y por ello observada y deseada en Indochina.

Finalmente, subrayamos la potencia de las dos obras de Duras y que, en complemento, el significado se hace exponencial. Para ello, realizar paralelos a partir de la intertextualidad ha sido definitivo. Y esa intertextualidad -que ha sido construida gracias a un ejercicio de  la honestidad por parte de Duras- es la que nos ha permitido vislumbrar aquellos elementos, sucesos e historias que, si bien son ricas en sí mismas en cada una de las dos novelas, adquieren un valor agregado con la lectura de “El amante”. Ello, asimismo, podría hablarnos sin lugar a duda sobre el posible deseo de Duras de liberarse y redimirse a través de la escritura y así proceder a escribir, hacia el final de su vida, sobre los verdaderos hechos que marcaron su vida. El lector podrá tener empatía con esa complejidad emocional.

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