Del cinismo a la mentira. Apuntes sobre Charles Marlow en El corazón de las tinieblas
Montserrat Iglesias Berzal
Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas y otros relatos
Valdemar. 2002
Traducción de Dámaso López García
El
primer motivo que me obliga a no ser pretenciosa es que el propio Charlie
Marlow nos puede haber engañado, a mí y a todos los lectores, ya que se trata
de un narrador poco fiable. Para explicar esto necesito hacer un inciso. La
novela se ha vendido en numerosas ocasiones como un mero libro de aventuras. Conrad,
junto a otros autores como Lewis Carroll, Juan Ramón Jiménez o Italo Calvino,
es una víctima habitual de todo tío culto y desnortado que no sabe qué regalar
en Navidad a un sobrino de quince años. Sin embargo, tras esa apariencia, la
obra esconde un complejo engranaje narrativo con varios planos de narradores. El
primero es un narrador extradiegético y solo levemente homodiegético. Es decir,
tenemos un narrador que empieza a contar la historia de unos personajes que se
reúnen en un barco en el estuario del Támesis. Entre estos personajes se
encuentran el mencionado narrador y Marlow, al que oye su aventura en el Congo.
El papel del primer narrador es reproducir literalmente las palabras del segundo,
que es intradiegético -pues, introducido por el primero, vocaliza en segunda
instancia- y totalmente homodiegético -ya que es el protagonista de la historia
que relata[i].
De
este modo, resulta sumamente trascendente lo que comenta, sin ningún adorno, el
primer narrador sobre Marlow: “Nos dimos
cuenta entonces de que nuestro destino, mientras no cambiara la marea, nos
obligaba a escuchar alguna de las nada convincentes experiencias de Marlow”
(p. 86). En otras palabras, el protagonista se puede haber inventado todo, o haber
camuflado y adornado de tal manera sus actos, que las conclusiones a las que se
puedan llegar sobre sus motivaciones sean completamente erróneas.
Además,
para comprender la evolución del personaje, también es necesario saber que Marlow
no aborda su peripecia en el Congo como una experiencia iniciática. No es un
jovencito que madura a lo largo de la historia, sino un hombre que ya estaba
curtido por mil avatares[ii]. De hecho, Marlow cuenta cómo
su viaje al Congo fue una manera de volver a su oficio de capitán de barco
después de un tiempo de parón involuntario. Tras seis años embarcado en el mar
de Asia, había vuelto a Londres. Durante un tiempo le divierte estar ocioso, pero
pronto decide buscar un nuevo trabajo. Al no conseguirlo, se fija en un lugar
hasta hacía pocas décadas totalmente desconocido. Resulta muy sugerente el
recuerdo del Marlow niño contemplando con arrobo la mancha blanca en el centro
del mapa de África. Aunque todos sabemos que se trata del Congo, en ningún
momento se menciona su nombre en la novela (solo se habla de él como “el país”).
Contacta con la Compañía en Bruselas, que tampoco se nombra jamás y que recibe
apelativos tan cariñosos como “sepulcro
blanqueado” (p. 89), para que lo contraten como capitán de uno de los
vapores fluviales que remontan el río -que es, evidentemente, el río Congo.
Por
lo tanto, Marlow no es ni un principiante ni un idealista; no hay un afán de
conocer mundo, pues ya ha navegado por buena parte del planeta; no desea satisfacer
grandes aspiraciones ni le mueven valores irrenunciables; solo tiene una
expectativa: conseguir un trabajo bien remunerado como marino profesional al
que le gusta su oficio y al que le intriga esa zona del mundo, así como le
atrae la posibilidad de capitanear un barco fluvial.
Después
de haber desplegado todos sus contactos, consigue la cita con sus futuros
contratadores, y ante ellos su actitud es fría, irónica e incluso se podría
considerar cínica. Aunque todo le produce un cierto malestar (el silencio del
edificio, las dos mujeres tejiendo lana negra en una de las habitaciones, el
peculiar reconocimiento craneal del médico de la Compañía, que le recomienda no
perder la calma), su incomodidad se traduce en una actitud despectiva hacia la
idea de que la misión del empleado blanco es transmitir los valores de la
metrópoli al territorio colonizado:
“Al parecer yo era uno de los Obreros, con mayúscula,
claro. Algo así como un enviado de la luz, una especie de apóstol menor. En
aquellos tiempos había habido bastantes de estas tonterías en letra impresa, y
bastante se había hablado de ello; y aquella amable dama, en medio de las turbulencias
de tamaña farsa, se había visto arrastrada por la corriente. Hablaba de apartar
a aquellos millones de infelices de sus costumbres; palabra de honor, consiguió
que me sintiera bastante mal. Me arriesgué a insinuar que la Compañía tenía
fines comerciales.
-
Olvidas, querido,
que el obrero merece su salario -replicó con agudeza” (p. 92).
Esta
situación inicial de equilibrio mental, cínico, de vuelta de todo, pero
equilibrio al fin, se irá desintegrando durante toda su estancia en África.
Este deterioro progresivo contará con tres fases: distanciamiento, fascinación
y decepción.
El
distanciamiento se relaciona con las ideas de desapego y absurdo que le
provocan los acontecimientos desde la llegada al país hasta poco antes del comienzo
de la travesía en busca de Kurtz, es decir, el final de la primera parte (pp.
93-114).
No
obstante, esta indiferencia -que se ve claramente en su descripción de las
primeras embarcaciones de negros o del barco francés bombardeando la selva- se
va resquebrajando muy pronto. Después de desembarcar de la nave que le lleva a
la minúscula costa congolesa, toma un pequeño vapor río arriba para llegar a su
primer destino. Allí se topa con tres escenas, cada una más cruel que la
anterior, que le provocan profundos sentimientos de horror y le hacen inviable
seguir en una posición monolítica de distanciamiento: la maquinaria inutilizada
de la construcción del ferrocarril desperdigada por todo el puesto; el grupo de
negros presos unidos unos a otros por una cadena al cuello; y la visión de unos
obreros negros agonizando a la orilla del río sin que nadie se ocupe de
auxiliarlos. En ese momento, se produce la primera interacción de Marlow con su
entorno: se conmueve ante uno de los moribundos y le ofrece un trozo de galleta
que llevaba en el bolsillo.
Permítaseme
en este momento hacer un breve inciso. Como se podrá comprobar, en ningún
momento mencionaré que la naturaleza hostil del Congo tenga algo que ver con el
progresivo trastorno de Marlow. En la obra hay cientos de referencias al
carácter demoniaco de la jungla y a la fiera hostilidad de sus habitantes. Sin
embargo, creo que el sobrecogimiento de lo desconocido, lo indómito y lo
salvaje, que sí acaba con Kurt, no es lo que le afecta a Marlow. El conflicto
del protagonista tiene más que ver con el horror social que con el natural. Al
fin y al cabo, estamos hablando de un marino con experiencia en todos los
mares, que es consciente de toda la crueldad con la que la Naturaleza puede azotar
al hombre.
En
todo el caso, Marlow intenta mantener su distanciamiento para seguir lo más
cerca posible de su situación mental de inicio, la de equilibrio cínico. En
esta circunstancia, conoce al hombre que le va a hablar por primera vez de Kurtz,
pero no parece aún especialmente sobrecogido[iii]. Cuando sale de ese
primer puesto para alcanzar su destino definitivo, Marlow todavía conserva una
distancia casi hiriente:
“En otra ocasión lo que me encontré fue un hombre
blanco, con la guerrera desabrochada, acampado en el sendero, con una escolta
armada de flacos zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no decir borracho.
Declaró dedicarse al mantenimiento de la carretera, pero no recuerdo ver
ninguna carretera ni ningún mantenimiento, a menos que el cuerpo de un negro
adulto, con un agujero de bala en al frente, con el que me di de bruces unas
tres millas más adelante, pudiera considerarse una mejora definitiva” (pp. 101-102).
Pero
en el viaje a pie hasta su verdadero destino, con un hombre blanco acompañado
de setenta negros “esclavizados” en medio de la jungla sin rastro alguno de
vida humana, empieza a darse cuenta de que su situación psicológica está
cambiando:
“Recordé lo que había dicho el médico anciano: ‘Sería
interesante para la ciencia estudiar sobre el terreno los cambios de mentalidad
de cada individuo’. Pensé que estaba empezando a ser científicamente
interesante. Pero nada de eso tiene importancia” (p. 102).
Para
protegerse del ambiente de ineficacia, pasividad y fiera avaricia que parece
inundarlo todo, Marlow se vuelca en su trabajo. Busca, por lo tanto, una
solución distinta a la que ha funcionado hasta ahora entre los blancos que
ocupan la colonia. El único superviviente a largo plazo en ese ambiente es el gerente
de la segunda delegación, que mezcla a partes iguales estupidez, incapacidad
para experimentar sentimiento alguno y una salud de hierro.
Como
Marlow no se siente capaz de semejante alienación, pone todo su empeño en
reflotar el barco del que le han nombrado capitán, que se encuentra hundido e
inutilizado -tampoco esta metáfora es poco relevante. Se entrega a su
reparación para protegerse de lo grotesco del ambiente. La delegación es un
lugar monótono en el que nadie hace nada de utilidad, más allá de esperar que
le concedan una localización en la que pueda obtener marfil:
“Veía aquellos hombres que se paseaban a la luz del
sol por el patio, sin un propósito definido. No dejaba de preguntarme por el
sentido de todo aquello. Paseaban de acá para allá con sus cayados absurdamente
largos, como un puñado de peregrinos que hubieran perdido la fe, y a quienes
mantuviera un hechizo en el interior de una podrida empalizada. Flotaba en el
aire la palabra marfil, era un rumor, un suspiro. Cualquiera pensaría que
rezaban al marfil. Todo lo invadía un rasgo de idiota rapacidad, como si fuera
el hedor de un cadáver. ¡Dios!, en la vida había visto nada más irreal. Fuera,
la silenciosa selva que rodeaba este claro en el bosque me parecía algo
grandiosos e invencible, como el mal o la verdad, esperando paciente a que se
desvaneciera esa visión” (p. 105).
Durante
semanas espera que lleguen los remaches necesarios para reparar la embarcación,
pero lo que aparece en su lugar es un grupo de expedicionarios liderados por el
tío del gerente, que ha puesto a su aventura el significativo nombre de
Eldorado. Marlow los describe como una banda de expoliadores que no son ni
siquiera capaces de trazar un plan competente para lograr sus fines espurios (p.
114)[iv]. Es en este ambiente en
el que el protagonista necesita encontrar una salida aún más potente que la del
esfuerzo mental y físico, se topa con las referencias a Kurtz en la
conversación entre tío explorador y sobrino gerente. Hasta ese punto de la
novela se ha hablado ya varias veces de Kurtz, pero es esta conversación, que
Marlow escucha clandestinamente, la que le empuja a sentirse fascinado por el
personaje, ya que simboliza una manera diferente de afrontar la ocupación de
África.
Kurtz
es admirado porque hasta nueve meses antes había sido tremendamente eficiente
en su papel de agente de la Compañía. Pero además de ser el que más marfil
conseguía, lleva al país ideas civilizatorias (p. 117) y parece haber
sacrificado su bienestar económico y el de Compañía a estos fines superiores.
Paradójicamente,
esta fascinación ejerce el efecto contrario al esperado por Marlow, pues incrementa
el deterioro psíquico. Cuando comienzan a remontar el río, su único objetivo es
conocer al personaje. Quiere verlo, y, sobre todo, quiere oírlo, pues vive
obsesionado con su voz. No le importa tanto el contenido de los valores que
puedan defender esa voz como la posibilidad de que haya un ser humano
civilizado que los tenga. Su entusiasmo cuando encuentran el libro de
navegación en una lengua desconocida cuidadosamente anotado es, en este
sentido, relevante (p. 123).
La
simple hipótesis de que Kurtz haya muerto le produce tal desasosiego, que llega
a descomponerse al contarlo años después. Marlow detiene su relato e increpa a
sus oyentes por un motivo nimio. Algunos lectores no entienden esa interrupción
repentina, pero a mí me parece un excelente recurso de Conrad para subrayar esa
desintegración del bienestar psíquico del capitán[v]. Además, cuando retoma el
hilo de su historia, el principio de su intervención es bastante inconexo. En
las páginas 135, 136 y 137 Marlow abandona el relato cronológico que había
seguido hasta ese momento y adelanta, de forma desordenada, acontecimientos que
el lector aún no puede entender: menciona el encuentro con la prometida de
Kurtz, datos de la vida que realmente llevaba este entre los indígenas y se
proclama como el albacea de su legado espiritual. Más o menos veladamente,
anuncia cómo podrá reconstruir la paz de su espíritu a su regreso del Congo, y,
sobre todo, cuál va a ser su siguiente paso en su camino de deterioro psíquico,
el de la decepción ante la figura real de Kurtz. Este anuncio queda implícito
en la referencia que se hace a una inquietante anotación en un artículo que Kurtz
le da a leer antes de su muerte:
“No había prácticos epígrafes que interrumpieran el
mágico caudal de las oraciones, a menos que una especie de nota al pie de la
última página, escrita obviamente mucho más tarde por una mano nada firme,
pudiera considerarse como la justificación de un método. Era muy sencilla,
aparecía tras una emotiva llamada a toda suerte de sentimientos altruistas, y
ardía ante ti, luminosa y aterradora, como lo haría un rayo en medio de un
cielo sereno: ‘Esos animales, ¡que los exterminen!’” (p. 137).
La
bisagra narrativa que, bajo mi punto de vista, opera el cambio de fascinación a
decepción es el encuentro con el “furtivo” ruso, un personaje que, ajeno a las
concesiones de la Compañía, se dedicaba también a buscar marfil. El ruso está
totalmente seducido por Kurtz y vive a su servicio, pese a que le ha sometido a
todo tipo de abusos, como robarle en repetidas ocasiones todo el marfil que
encontraba, e incluso le ha intentado asesinar en varias ocasiones. A este
aventurero es a quien le pertenece el libro en cirílico que había llamado tanto
la atención de Marlow.
Lo
sorprendente es que también él está totalmente sometido por la palabra y la voz
de Kurtz. Incluso me arriesgaría a asegurar que Conrad pergeña este personaje
para mostrar en lo que se podría haber convertido Marlow si hubiese conocido a
Kurtz años antes y se hubiese quedado en la selva. En realidad, es el ruso es
el primero que le pide a Marlow preservar el legado de Kurtz. No obstante, en
ese momento, el protagonista, al observar las cabezas colgadas en picas
alrededor de la casa y escuchar los primeros relatos de pueblos enteros
sometidos por el terror a un Kurtz, no tarda en emitir su sentencia: “Está loco” (p. 145).
Un
acierto de Conrad es evitar en todo momento que Kurtz tenga un discurso largo
en la novela. Su voz y su retórica son el gran mito de la obra. Cuando
trasladan al agente en una camilla hasta el barco y Marlow lo ve por primera
vez en persona, insiste de nuevo en lo impresionante de su voz. Menciona, antes
y después, conversaciones con Kurtz, pero jamás las reproduce. El único
intercambio entre ellos se produce cuando el agente escapa del vapor para volver
con los indígenas y planear un asalto por sorpresa a la embarcación. Aunque
esta es la etapa del desprecio al personaje, como en los momentos anteriores,
ya se anuncia el paso siguiente, y Marlow reconoce que no avisa a la
tripulación para no traicionar a Kurtz, pues esa era su misión. Intercepta al
fugado y este es el único diálogo entre ellos que aparece en la novela:
-
Váyase, escóndase
-dijo con aquella voz grave que tenía. (…)
-
¿Se da cuenta de
lo que está haciendo? -susurré.
-
Perfectamente
-contestó elevando la voz para esa única palabra (…)
-
Será el fin para
usted -dije-. Irremisiblemente.
Hay veces en que te llega una inspiración,
ya saben. Dije lo que tenía que decir, aunque, hiciera lo que hiciera, no iba a
dejar de ser el fin más irremisible para él, justo en ese momento en que se
ponían los cimientos de nuestra amistad, unos cimientos duraderos… duraderos…
hasta el final… y más allá.
-
Tenía magníficos
proyectos -dijo indeciso.
-
Sí -dije-, pero si
intenta gritar, le daré en la cabeza con… -no había palo ni piedra a mano-. Lo
estrangularé -corregí.
-
Estaba a punto de
lograr cosas espléndidas -me suplicaba con voz ansiosa, con un tono de tan
insatisfecha melancolía que me heló la sangre-. Por culpa de ese estúpido
bribón…
-
Su éxito en
Europa, en cualquier caso, no corre peligro -afirmé con confianza. (p. 156)
El
momento del nuevo equilibrio, anunciado ya en fragmentos como el anterior o
cuando días después le entrega todos sus papeles para que sea su salvaguarda, se
abre con la muerte de Kurtz. Marlow es plenamente consciente de en lo que se ha
convertido el antiguo idealista, y describe su muerte como un último instante
de lucidez del agente: “-¡El horror! ¡El
horror!” (p. 161), por lo que tarda tiempo en saber cómo materializar ese
nuevo equilibrio y dejar así atrás el recuerdo del Congo.
Cuando
vuelve a Bruselas enfermo y con el paquete de papeles de Kurtz, van a visitarlo
tres personajes ansiosos por hacerse con esos documentos: un funcionario de la
Compañía, que amenaza a Marlow pues está convencido de que entre los papeles
hay información valiosa; un primo anciano que le indica que Kurtz en realidad
tendría que haber sido músico, aunque el protagonista solo conocía su afición a
la pintura; y un periodista, que desea escribir sobre lo que le sucedió a su
compañero y que apunta que su verdadera vocación habría sido la de líder de un
partido radical. A cada uno le entrega algo del legado, hasta que solo le
quedan las cartas personales. Por tanto, decide ir a dárselas a la Prometida.
Esta
entrevista es la clave del nuevo equilibrio. Ni puede volver al estado de cinismo
original ni puede permitirse mantener rastros de su convulsión psíquica, así
que toma la decisión de aceptar la mentira del Colonialismo, de la que se había
reído sin empacho antes de emprender el viaje, y defender que Kurtz fue un
héroe de la civilización. Al engañar a la Prometida, que en lo físico y en lo
moral parece una alegoría de la vieja Europa[vi], Marlow consigue
recuperar la calma:
-
Hasta el último
momento -dije con un titubeo-. Escuché sus últimas palabras…-me detuve
asustado.
-
Por favor,
repítamelas -murmuró con una voz que partía el corazón-. Deseo… quiero… algo…
algo que permita… vivir.
Estuve
a punto de gritar: ‘¿Es que no lo oye?’ El crepúsculo las repetía con un
persistente susurro sin cesar, un susurro que parecía crecer de forma
amenazadora, como el primer rumor de un viento que se levanta: ¡El horror! ¡El
horror!
-
Las últimas
palabras… algo que permita vivir -insistía-. Compréndame. Yo lo amaba… lo
amaba… lo amaba.
Saqué
fuerzas de flaqueza, y hablé despacio.
-
La última palabra
que salió de su boca fue… el nombre de usted.
Oí un leve
suspiro, se me paró el corazón, se paró en seco al escuchar un grito terrible y
exultante, un grito que expresaba un triunfo inconcebible, de un dolor
indecible.
-
¡Lo sabía. Estaba
segura! -Ella lo sabía. Ella estaba segura. La oí llorar, había ocultado la
cara entre las manos. Tenía la impresión de que la casa iba a derrumbarse antes
de que pudiera escaparme, de que el cielo caería sobre mi cabeza. Pero no
sucedió nada. Los cielos no se caen por fruslerías como esa. ¿Se habrían caído,
me preguntaba, si le hubiera hecho a Kurtz la justicia que se merecía? ¿No
había dicho que solo quería justicia? Pero no pude, no pude decírselo. Habría
habido demasiada oscuridad… demasiada oscuridad… “ (pp. 169-170).
[i] El juego
de narradores, que no es el objeto de este artículo, se hace aún más complejo a
lo largo de la novela, debido a que Marlow introduce, a su vez, otros
narradores que presentan parte de la historia de Kurtz; por lo que, al final,
la estructura narrativa remite a la imagen de las muñecas rusas: el narrador
menor surge a partir del relato del narrador antecedente. Que esto lo hiciera ya
Cervantes siglos atrás, y aún con mayor maestría, no resta méritos al novelista
polaco.
[ii] Ni
siquiera ficcionalmente Charlie Marlow era un personaje nuevo. Conrad ya le
había hecho protagonizar Juventud
(1898), en el que sí se le ve de joven afrontando la primera experiencia relevante
de su vida. Al año siguiente publica El
corazón de las tinieblas con el capitán ya en la edad adulta. Charlie
Marlow volverá a aparecer en 1900 en Lord
Jim, más mayor y totalmente desencantado del mundo. Y aún tendrá una última
aparición en Chance (traducida, según
las ediciones, como Azar o Suerte) en 1913, el primer libro con el
que Conrad obtuvo su primer éxito editorial, aunque hoy es la menos valorada de
las cuatro obras.
[iii] Casi
le interesa más el transmisor de esas noticias, que no es otro que el
responsable del primer puesto. Le sorprende la pulcritud de su vestimenta y
su aseo. Es el único que parece llevar un trabajo ordenado, pues todo lo demás
en la Compañía es una amalgama de lucrativo caos (p. 99).
[iv] Es
significativo el desapego que siente el protagonista ante estos hombres
blancos, de los que contará su final de la siguiente manera: “Mucho tiempo después supimos que todos los
asnos habían muerto. Pero en cuanto a los menos valiosos animales no sé nada de
su destino. Sin duda, como nos pasa a los demás, hallaron el destino que se
merecían” (p. 118).
[v] Lo que
se cuenta antes de la interrupción también hace dudar de su salud mental en el
último tramo de la travesía por el río Congo. Durante el ataque de los
indígenas al barco dispensa a su timonel negro un trato poco menos que desalmado,
y hasta los poco sensibles blancos que le acompañan en la travesía sienten
estupor ante su comportamiento. Esto debe interpretarse como una señal de que
para Marlow los otros -negros o blancos- no tienen ninguna importancia. Lo
único trascendente es llegar hasta Kurtz. Cuando los blancos le echan en cara
que haya tirado por la borda al timonel muerto sin ninguna consideración,
Marlow apunta: “No soy capaz de imaginar
para qué querían guardar el cuerpo. Quizá para embalsamarlo” (p. 138).
[vi] Como mi
personaje es Marlow, no he mencionado en todo el trabajo la importancia de las
dos mujeres relacionadas con Kurtz: por un lado, la Prometida y por otro la
amante indígena, que también tiene dos apariciones impactantes en la novela. Simbolizan,
sin que Conrad pretenda maquillarlo demasiado, los dos mundos irreconciliables:
el europeo y el africano, el de la Civilización y el de la Barbarie.
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