Ríos como infiernos, infiernos como hombres: una interpretación mitológica de El corazón de las tinieblas
Máster
de narrativa, Escuela de Escritores
Dolores
Almudéver, Febrero 2019
Tarea 3: El corazón de las tinieblas
Tarea 3: El corazón de las tinieblas
Ríos como infiernos, infiernos como hombres:
una interpretación mitológica de El corazón de las tinieblas
una interpretación mitológica de El corazón de las tinieblas
El presente texto pretende esbozar una interpretación mitológica de la novela El corazón de la Tinieblas de Joseph Conrad. En estas líneas, vamos a explorar los símbolos que nos permiten hacer una lectura de los espacios recorridos por Charles Marlow como un descenso a los infiernos. Para ello, vamos a comparar los espacios y situaciones con que se encuentra el protagonista de la novela inglesa, con los escenarios clásicos del inframundo creados por Homero en el «Canto XI. Descenso al infierno» de La Odisea. Asimismo, vamos a compartir algunas de las opiniones que la crítica ha formulado al respecto de estas coincidencias o diálogo intertextual.
Tal
y como escribe el crítico Andrés Padilla, la novela de Joseph
Conrad, publicada en 1902 y protagonizada por el marinero Marlow, es
el relato “de un viaje por el río Congo,
tan condicionante de su propia vida, que es a la vez un descenso a
los infiernos interiores del protagonista”. Para Rafael Argullol,
además, el “ascenso por el río Congo es un descenso en la
historia humana, un retorno a los orígenes primordiales. (...) La
oscuridad en la que Marlow se aventura tiene un corazón que habita
también en su pecho”. En sus palabras, ambos autores destacan las
diferentes capas de significado contenidas en el viaje que Marlow
emprende al corazón de África. Se trata de una expedición física
hacia el punto más recóndito de los mapas que el marino admiró de
niño, pero también un viaje a una naturaleza humana primitiva ya
desaparecida en Occidente. Asimismo, Marlow pone rumbo hacia los
lugares más oscuros del alma del los hombres y, con ello, hacia sus
propios conflictos morales como ciudadano europeo y colonizador.
Para
comprender el contexto de terror ilustrado en que se desarrolla la
novela, podemos acudir a Lola Ballesteros, quien explica que unos
años antes de que Joseph Conrad se embarcase hacia el Congo,
“el rey Leopoldo II de Bélgica convoca la Conferencia Geográfica
Africana en Bruselas”. En presencia de exploradores y científicos
de varios países europeos, el rey expuso de que “lo que allí les
reunía era una cuestión de la máxima moralidad, que no era otra
que la de abrir
a la civilización la única parte del globo en la que no ha
penetrado y ahuyentar las tinieblas que envuelven a poblaciones
enteras; una cruzada digna de este siglo de progreso”.
Según expone Ballesteros, el régimen de Leopoldo II “fue
responsable de la muerte de varios millones de congoleños”. Este
maquinaria destructiva es la que, sin saberlo, Marlow se va a
encontrar en su misión africana.
El
carácter infernal de la sociedad creada por los belgas en la colonia
congoleña, junto con la estructura del relato de Conrad, son los dos
ejes principales que permiten relacionar esta obra con el Canto
XI
de La
Odisea
de Homero. A continuación, enumeramos más detalladamente ocho puntos que ambos textos comparten.
a)
El personaje protagonista: el marinero hechizado por el mar
- Campo semántico relacionado con la navegación: abundan en los dos textos referencias a aspectos más o menos técnicos del oficio de marinero. Como cuenta Marlow refiriéndose a sus compañeros, “Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar” (CONRAD, 25). Bien podría este referirse también a Ulises, quien relata “Cuando llegamos al divino mar, empujamos antes que nada la negra nave hacia el agua y colocamos el mástil y las velas. Colocamos luego el aparejo, nos sentamos y a la nave la dirigían el viento y el piloto” (HOMERO,114). Así, velas, cubiertas, corrientes y vientos son palabras que aparecen a menudo en ambos textos.
Tanto
en
La Odisea
como en El
corazón de la tinieblas,
seguimos las andanzas de un hombre que emprende un viaje por los
confines del mundo. Ulises y Marlow comparten su destreza en el mar
y, en cierta manera, su papel de liderazgo dentro de la expedición.
Por esta razón, en ambos relatos encontraremos:
- El hombre y su misión: también en las dos obras se nos presenta a un hombre que ha de cumplir con una misión. En el caso de Ulises, esta es de carácter marítimo y se le impone como condición para regresar a casa. Así, el héroe explica que “Circe me ha indicado que debemos viajar a las mansiones de Hades y de la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano Tiresias." (HOMERO, 113). En el caso de Marlow, su misión tiene carácter fluvial y es, en parte, la realización de un sueño de infancia. Él mismo se hace contratar para ir al Congo. Una vez allí, recibirá el encargo de traer de vuelta al misterioso Kurtz.
- La naturaleza sublime y letal: sombras, corrientes, oscuridad, niebla, espesura impenetrable... Las dos travesías parecen transcurrir por el mismo río o mar. Para Marlow, “Era como un fatigoso peregrinar en medio de visiones de pesadilla (CONRAD, 42) y los malos presagios le acompañan desde el momento en que pone un pie en el continente africano: “Al final llegué a la arboleda. Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. (46). Más adelante, río arriba, ya cerca de Kurtz, Marlow se topará con “Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido” (82). En La Odisea, por su parte, el héroe recuerda que “todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó nuestra nave a los confines de Océano, el de profundas corrientes, donde está el pueblo y la ciudad de los cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla” (HOMERO, 114).En la misma línea, la tierra se convierte también en laberinto para Marlow y los suyos. Con frecuencia se describe una selva “espectral” que “a través del incierto movimiento, a través de los débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se introducía en el corazón de todos... su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida oculta (CONRAD, 60). Así, "Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable” de aire “caliente, denso, pesado, embriagador. (…) aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las grandes extensiones. (…) hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas... (73). Este paisaje malvado parece tener su correspondencia en el escenario de Tántalo “que soportaba crueles tormentos de pie dentro del lago cuya agua le llegaba hasta su mentón, pero se lo veía siempre sediento ya que no podía beber, pues cuantas veces se inclinaba para hacerlo, otras tantas desaparecía el agua y a sus pies aparecía la negra tierra. (...) También había altos árboles que dejaban caer su fruto: perales, hermosos manzanos, dulces higueras y verdeantes olivos; pero cuando intentaba asirlas con sus manos, el viento las impulsaba hacia las oscuras nubes” (HOMERO, 127). De este modo, en el mundo primitivo, la bucólica naturaleza pastoril se vuelve enemiga.
b)
Una atmósfera del fin del mundo
Ambos viajes
van a conducir a los protagonistas, como sabemos, a encontrarse con
lo desconocido, con lo oculto, con un mundo (casi) sobrenatural y
terrorífico. En el caso de Ulises, tal y como explica Annie del
Valle, este “debe navegar hasta llegar al fin de la tierra, (...)
un lugar indeterminado cerca del país de los cimeros y está
rodeado de niebla”. Este infierno es, al igual que el de Marlow,
un lugar real reconocible en el mapa. Ese “fin de la tierra”
está para el marinero inglés en las profundidades de África y
comparte rasgos con el escenario mitológico. No se trata, pues, de
un universo subterráneo, como el de Dante, sino que se puede
acceder a él al traspasar las fronteras de lo conocido.
- Las voces del más allá: presentes de manera constante en ambos relatos, lo auditivo toma un gran protagonismo en este descenso a los infiernos. Constantemente, los marineros están asediados por ruidos desconocidos que los aturden. Si Ulises describe que “se empezaron a congregar multitudes incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror” (HOMERO, 129), Marlow recuerda cómo “penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. Allí había verdadera calma. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río, se sostenía débilmente, se prolongaba, como si revoloteara en el aire por encima de nuestras cabezas, hasta la primera luz del día” (CONRAD, 74). Este rumor débil pero perenne se amplifica río arriba, cuando la expedición se ve sorprendida por “un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje” (82), que llena los oídos de la tripulación. Más adelante, estos sonidos parecen encontrar su culminación: “De las profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno imaginar que iba a seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra” (93).
- Un ejército de figuras fantasmagóricas: sea metafórico o literal, el infierno es, parece ser, un lugar abundantemente poblado. Ulises y Marlow se mueven entre multitud de espectros. En el caso de La Odisea, se trata de almas errantes, que en El corazón de las tinieblas tienen su equivalente en la población negra, sometida y moribunda. En el relato clásico, dos escenas dan cuenta de estas presencias, cuando se relata que entorno al visitante “se empezaron a congregar desde el Erebo las almas de los muertos, mujeres jóvenes, mancebos, ancianos” (HOMERO, 114) y también que “Las demás almas de los difuntos estaban entristecidas y cada una preguntaba por sus penas” (126). La visión de Marlow es acaso más escalofriante todavía, pues tiene frente a sí la misma estampa, aunque esta vez en el plano de la realidad. Esta idea de la población negra como muertos vivientes se repite en varias ocasiones. Por ejemplo, en el momento en que Marlow observa que "Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. (...) Cada uno llevaba atado al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido (CONRAD, 44). Unas páginas después, se encuentra con "Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar” (46). Ya cerca de Kurtz, será testigo de “vagas formas humanas que corrían, saltaban, se deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse luego” (92).
c)
Retrato del corazón oscuro de los hombres
El
descenso al infierno abre los ojos de los marineros a la podredumbre
humana. En la versión contemporánea, el talante de los
exploradores se perfila en una conversación entre Marlow y un
agente de la estación. Este le advierte: “Los hombres que vienen
aquí deberían carecer de entrañas. Selló la frase con
aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se
abría a la oscuridad que él mantenía oculta”. (CONRAD, 54).
Efectivamente, los colonizadores parecen actuar sin límites
morales, mostrando la verdadera cara de su naturaleza salvaje, tan
reprimida en la vieja Europa. Por su parte, en una conversación con
Alcínoo, Ulises escucha: “Odiseo, al mirarte, de ningún modo
sospechamos que seas impostor o mentiroso como otros hombres
dispersos por todas partes, a quienes alimenta la negra tierra,
forjadores de embustes que nadie podría descubrir” (HOMERO, 123).
En ambos casos, los protagonistas se erigen como figuras de nobleza
y mayor virtud que sus congéneres.
d)
El hombre que reina en las tinieblas
Según
explica Gabriela Onetto, “casi todos los viajeros al Inframundo
llegan a entrevistarse
con Hades, el Dios de los Muertos, o con su esposa Perséfone.
Dante, que pertenece a otra tradición, se cuelga de las barbas del
mismísimo Demonio, pero no establece una relación personal con
él”. En este caso, la figura de Hades (o el demonio de Dante)
tiene su correlato en Kurtz. De acuerdo con Germán
Gullón, este “vive
enfermo y aterrorizando a los indígenas, movido por los más bajos
instintos, como el de hacerse rico y ejercer su omnímodo y
arbitrario poder. (...) Kurtz es la oscuridad y misterio de la
selva”. Rafael Agullol lo caracteriza como una “criatura del
rumor y de la sospecha [que] acaba siendo el demonio que, desde su
sitial en el horror, acecha el centro mismo de la conciencia”.
- La morada del mal: cuando Ulises llega “a la mansión de Hades” (HOMERO, 128), este observa su figura “semejante a la oscura noche, sosteniendo su desnudo arco y sobre la cuerda una flecha, mirando alrededor con ferocidad, como el que está siempre a punto de disparar” (127). En el caso de Marlow, este encuentra a través de sus prismáticos “un amplio y deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Los grandes agujeros del techo puntiagudo se observaban desde lejos como manchas negras” (102). Ambas estancias están, como vemos, rodeadas de misterio y presagios fatales, dignas de sus propietarios.
- El séquito del tirano: tanto Hades como Kurtz aparecen en escena rodeados de una multitud aterrorizada y sometida. En La Odisea, se narra que en torno a Hades “había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que huían asustados en todas direcciones” (HOMERO, 127). En el caso del traficante de marfil, Marlow relata que “tras una esquina de la casa apareció un grupo de hombres, como si hubieran brotado de la tierra. Avanzaban en una masa compacta, con la hierba hasta la cintura (...) y, como por encanto, corrientes de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas y movimientos salvajes, irrumpieron en la estación, vomitados por el bosque tenebroso y plácido” (CONRAD, 111). Estos ejércitos no son sino víctimas del mal, encadenadas al poder ilimitado de su amo.
- Los símbolos de poder: lo que en Hades se simboliza a través del cinturón que porta, en Kurtz se materializa en los postes que rodean su casa. Llama la atención que, en ambos casos, se trata de círculos cerrados, como si con estos se marcasen las fronteras del horror. Ulises cuenta que alrededor del pecho de Hades estaba “el cinturón de oro en el que había admirables trabajos cincelados: osos, salvajes jabalíes, leones de relucientes ojos, combates, luchas, matanzas y homicidios” (HOMERO, 127). Al acercarse por primera vez a la casa del famoso Kurtz, Marlow hallará bultos “expresivos y enigmáticos, asombrosos y perturbadores, alimento para la mente y también para los buitres (…). ...aquellas cabezas clavadas en las estacas” (CONRAD, 111). De este modo, sabemos que ambos reyes de las tinieblas ejercen su poder a través del miedo y la amenaza.
e)
La necesidad del relato
De
acuerdo con Gabriela Onetto, tras el descenso a los infiernos “el
héroe regresará al mundo del que partiera al principio, pero con
la posibilidad de entregar algún tipo de don, mensaje o guía a sus
pares. A veces es capaz de regenerar una sociedad entera, pero otras
veces su regalo o sabiduría descubierta es ignorada o despreciada
por los demás”. Este es el caso de nuestros protagonistas, en
tanto que los dos relatos están contados en primera persona ante
una audiencia que representa la sociedad de origen de los dos héroes
(o antihéroe). Es Alcínoo quien sugiere que Ulises posee el don de
relatar sus peripecias, cuando le dice: “tú das belleza de a las
palabras, tienes excelente ingenio y nos has narrado tu historia con
tanta habilidad como un aedo, contándonos los tristes dolores de
los argivos y los tuyos propios” (HOMERO, 123). Antes de eso, su
propia madre le ha encargado que deje el Hades y regrese a casa a
contarle a su esposa, Penélope, lo que ha visto en el mundo de los
muertos. En el caso de Conrad, no permitimos aquí acudir no a su
relato, sino a sus ensayos, donde escribe que la motivación para
escribir El corazón de las tinieblas nació de "una
gran melancolía”, al darse cuenta “que las realidades
idealizadas de los ensueños de un muchacho habían sido
desplazadas y embrutecidas por las actividades de Stanley y del
Estado Libre del Congo; por la nada santa recolección de un
periodistilla sensacionalista y por el desagradable conocimiento del
más vil de los saqueos en la historia de la exploración
geográfica y de la conciencia humana" (Last
Essays,
1926). Por boca de Marlow, siendo Marlow, el viejo marinero cumple con su deber de héroe clásico y abre las
puertas del continente africano a la Europa de principios del siglo
XX.
f)
La ignorancia de los vivos
El
punto anterior se relaciona fuertemente con este, en tanto que ambos
relatos son necesarios para despertar en sus respectivas sociedades
una conciencia (cultural o política). Estas ignoran, por supuesto,
las verdades a las que Ulises y Marlow han tenido acceso en su
travesía. Así, los vivos ignoran la existencia del inframundo, del
mismo modo que los europeos ignoran la verdad de la empresa
africana. En su encuentro con su madre en el Hades, esta le pregunta
a Ulises: "Hijo
mío, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les
es difícil a los vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes
ríos y terribles corrientes y, antes que nada, está Océano, al
que no es posible atravesar a pie si no se tiene una bien construida
nave” (HOMERO, 117). Otra figura femenina es quien le recuerda a
Marlow la gran ingenuidad y desconocimiento sobre el que se levanta
el progreso occidental. Así, la frágil viuda de Kurtz cree que la
muerte de su prometido es una pérdida irreparable no solo para
ella, sino “para nosotros” y añade
que ha sido “muy feliz, muy afortunada. Demasiado feliz. Demasiado
afortunada por un breve tiempo” (CONRAD, 141). La joven encuentra
consuelo en el hecho que quedará el “ejemplo” del joven
fallecido, ya que “Los hombres le buscaban; la bondad brillaba en
cada uno de sus actos. Su ejemplo...” (141).
Resulta evidente el abismo que se abre entre la imagen idílica del
Kurtz que abandonó Bélgica y la del monstruo que se convierte en
rey del infierno.
g)
La revelación final
Si
Odiseo desciende al infierno para encontrarse con Tiresias y conocer
las claves para poder regresar a su hogar con éxito, escena que
tiene lugar en la primera mitad del Canto
XI;
el destino de Marlow será muy distinto. El gran hallazgo del
marinero inglés no es otro que el de una inconcebible brutalidad, cifrado
en su última conversación con Kurtz, en la que este, moribundo y fuera de sí, grita “a
alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un
suspiro: '¡Ah, el horror! ¡El horror!'” (CONRAD, 131). Así, Ulises toma provecho de su visita al Hades, puesto que descubre que su futuro será dichoso junto a su esposa y su hijo. Además, sus hazañas harán de él un hombre de fama. En el lado opuesto, Marlow. Este tendrá que enfrentarse, en primer lugar, al desengaño y la destrucción de un ideal, en tanto que fueron sus ojos de niño que soñaba con explorar la selva los que le llevan, ya de adulto, a viajar al continente africano. En segundo lugar, deberá convivir por siempre con la memoria de lo terrible y lo espantoso, como una maldición. Por todo, podemos afirmar que su peripecia es profundamente trágica, en tanto que la consciencia del mal y la locura le confiere a su temperamento un carácter incrédulo, sombrío, fúnebre.
h) El
regreso
Después de descubrir los secretos de sus respectivos mundos, Ulises y Marlow
regresan a casa. Al primero podemos imaginarlo esperanzado, ya más
cerca de la leal Penélope. “Entonces
marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran
enseguida y soltaran amarras. Y ellos así lo hicieron y se sentaron
sobre los bancos. Y el oleaje llevaba a la nave por Océano,
primero al impulso de los remos y después se levantó una brisa
favorable. “ (HOMERO, 129). Esa “brisa favorable” no se
asemeja al paisaje que pone punto final a El
corazón de las tinieblas, donde
“La
desembocadura estaba bloqueada por un negro cúmulo de nubes, el
apacible canalizo que conducía a los más remotos rincones de la
tierra fluía sombrío bajo un cielo cubierto, parecía
conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad” (CONRAD,
143). Si el héroe de la mitología clásica lograba finalmente regresar a su Ítaca soñada, con la elección de las palabras que clausuran su relato Conrad
parece decirnos que pasado el umbral del siglo XX, no ha de haber
paz posible para el hombre contemporáneo. No es casual, en este sentido, que Marlow nos haya contado toda su pesadilla no desde un hogar apacible en el centro de la civilizada Londres, sino desde su verdadera patria: una oscura nave atracada en el puerto.
Como hemos visto, La Odisea y El corazón de las tinieblas mantienen entre sí un fuerte diálogo, en tanto que la segunda recoge numerosos elementos de la primera y los actualiza para insertarlos en el relato moderno. Sin embargo, el desenlace de los dos viajes se opone frontalmente. La clave para entender este rasgo de la novela de Conrad podríamos encontrarla en las palabras de Pablo Valdivia, quien asegura que “El
infierno que propone Conrad es el infierno del mundo, el mal que
habita en el corazón y el odio que nos aparta de la divinidad y de
nuestros semejantes”. Desde una postura similar, Rafael Agullol va más allá y defiende que el ascenso por el río
Congo “es al mismo tiempo un descenso, no al infierno de la
civilización -o no únicamente a él- sino al infierno íntimo,
lleno de podredumbre y hedor, lleno de instinto asfixiante y caótico,
del ser humano. Marlow llega a la costa africana para encaminarse
luego a la Estación Central y, por fin, a la Estación Interior”. Tras las masacres cometidas bajo el reinado de Leopoldo II en África, las dos Guerras Mundiales venideras
acabarían por demostrar al mundo entero el verdadero contenido de
esa “estación interior” que la Europa positivista del siglo XIX
había creído, falsamente, clausurada. El ascenso de los infiernos.
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