Sethe y el derecho al amor: ser libre después de la libertad
Máster
de narrativa, Escuela de Escritores
Dolores
Almudéver, Febrero 2019
Tarea 4: Beloved
Tarea 4: Beloved
El
presente comentario de texto tiene como finalidad analizar la
evolución del personaje de Sethe en la novela
Beloved
de Toni Morrison. En estas líneas, vamos a explorar el cambio en la
psicología y circunstancias de la protagonista, desde el momento en
que asesina a su hija hasta que el fantasma de esta desaparece de la
casa. Para ello, nos vamos a centrar en tres episodios clave de la
narración. Primero, nos fijaremos en la escena en que Sethe decide
sacrificar a la niña ante la llegada de su antiguo Maestro. En
segundo lugar, repararemos en una escena situada hacia el final de la
obra: el momento en que Mr. Bodwin aparece frente a la casa de
Bluestone Road. Por último, reflexionaremos sobre el capítulo
conformado por una críptica conversación entre Sethe, Denver y
Beloved. A partir de las distintas reacciones de la protagonista
frente a los dos personajes masculinos, así como de la interacción
con sus hijas, queremos proponer una interpretación de la
transformación de Sethe a lo largo de la obra.
Tal
y como la autora de la novela quiere remarcar con la repetición casi
exacta de la palabras y símbolos, Sethe cree vivir dos veces la
escena más traumática de su vida: aquella en que, según ha quedado
en la memoria de Stamp Paid, “dieciocho años atrás, (... ) una
bonita esclava reconoció un sombrero y rodó al cobertizo para matar
a sus hijos” (185). Sabemos que la llegada del
Maestro y de Mr. Bodwin vienen acompañadas de las mismas emociones
en el interior de la protagonista. Sin embargo, como lectores debemos
preguntarnos: ¿qué ha cambiado dentro de Sethe para que los
desenlaces de estas situaciones sean tan distintos?
La escena
original o primera, protagonizada por el Maestro y sus secuaces, se
narra de la siguiente manera: “Ella estaba en cuclillas en el
jardín; cuando lo vio llegar y reconoció el sombrero del maestro,
oyó un batir de alas. Pequeños colibríes hundieron sus picos como
agujas en su pelo, a través del pañuelo, y aletearon. Y si algo
pensó, fue: No. No. No no”. (192) Los hechos que siguen a esta
imagen funesta –la de “los cuatro jinetes” (175) que portan
consigo el terror y la destrucción – y el presagio trágico
suponen el eje central de la obra. Se trata una escena atroz a la que
el texto regresa en diversas ocasiones y que el lector debe
recomponer poco a poco, en tanto que los acontecimientos se nos
narran desde distintas perspectivas y de forma fragmentaria.
Así, por voz
de las vecinas sabemos que “la hija muerta de Sethe, a la que había
aserrada la garganta, había vuelto para arreglar las cuentas”
(293). A través de un narrador centrado en los esclavistas blancos,
leemos que dentro del cobertizo de la casa de Bluestone Road “dos
chicos sangraban en el serrín y el polvo, a los pies de una negra
que con una mano apretaba contra su pecho a una cría empapada en
sangre y con la otra sostenía a un bebé por los talones”. (175)
En este punto, se hace referencia también a que, desde la visión
del amo, “lo peor eran los [ojos] de la negra, que daba la
impresión de no tener ojos. Como el blanco de sus ojos había
desaparecido y toda la cuenca era negra como su piel, parecía
ciega.” (178). Por su parte, Stamp Paid recuerda que “ella salió
volando, cogiendo a sus hijos y metiéndoseles bajo el ala como un
halcón” (184). Después, se nombra la presencia una sierra.
Tenemos de un
lado, entonces, la narración cruda y externa de una madre que
fríamente asesina a su propia hija –que apenas empezaba a gatear–,
degollándola con una sierra en un almacén. Sin embargo, para
comprender en profundidad este momento, las narraciones superficiales
deben complementarse con otras informaciones, tanto las confesadas
por la propia Sethe como las referidas a otros personajes. Solo de
esa manera podremos acercarnos a la verdadera complejidad de la
identidad de la protagonista.
¿Qué
sabemos de la joven Sethe que decide matar a sus hijos ante la
llegada de su antiguo amo? Conocemos, en primer lugar, que se había
reunido con los niños y Baby Suggs apenas un mes antes en la casa de
Bluestone. Sabemos, además, que desde la perspectiva de Stamp Paid
era “una mujer bonita y diestra con sus cuatro hijos, uno de los
cuales había parido solo el día antes de llegar” (185). Se
retrata, pues, a una muchacha que acaba de escapar de toda una vida
de esclavitud, valiente y luchadora, entregada a sus cuatro niños y
niñas, y con capacidad suficiente para cuidarlos y mantenerlos a
salvo ella sola.
Conocemos
también el pasado de Baby Suggs, de quien se cuenta que “sus
niñas, que aún no habían cambiado los dientes de leche, habían
sido vendidas y se las habían llevado sin darle siquiera la
oportunidad de despedirse de ellas” (34). Además, se nos relata
que Baby Suggs mantuvo relaciones con su patrón a cambio de
conservar junto a ella a su único hijo varón, “solo para ver cómo
lo cambiaban por madera en la primavera del año siguiente y
encontrarse embarazada del hombre que le había prometido no hacerlo
y lo hizo” (34). No podemos obviar que Sethe, que es como una hija
para Baby, guarda también en su memoria esta realidad. Comparte, por
tanto, el miedo de la pérdida, el dolor de la ausencia y la herida
de las crueldades más salvajes cometidas contra los esclavos negros:
familias separadas, hijos arrebatados, violaciones sistemáticas de
mujeres negras por parte de los blancos, torturas físicas
inimaginables, muertes atroces.
Otra
información relevante a la hora de comprender la psicología de la
Sethe acabada de huir aparece en la propia escena del asesinato de
Beloved. A través de la reacción de su antiguo dueño, podemos
entender el trato al que Sethe se sometió durante toda su vida, de
forma directa o indirecta. Se trata de un hombre que ante la imagen
de una niña ensangrentada y moribunda, “se golpeó con el sombrero
contra el muslo y escupió antes de salir del cobertizo de madera”
(176). Este gesto es un reflejo de sus pensamientos íntimos, pues
sabemos por el narrador que “al instante estuvo claro, sobre todo
para Maestro, que allí no había nada que reclamar. Podía reclamar
al bebé que se debatía en los brazos del viejo maullador. ¿Pero
quién atendería a esa cría?” (176). Frente al cadáver de un
infante, frente a su antigua esclava, a quien se humilló y torturó
bajo su techo, el Maestro solo está pensando en esa familia como
simple mercancía. Dentro de su mente, calcula costes y beneficios de
regresar a Kentucky con Denver como propiedad, para someterla a las
mismas vejaciones que a su madre.
El relato va
un poco más allá a la hora de caracterizar la personalidad salvaje
e inhumana del esclavista cuando este piensa, delante del rostro
enajenado de Sethe, que “si su otro sobrino viera esa mirada
aprendería la lección: no se puede maltratar a los animales y
esperar que se comporten como deben” (176). “Animales”, eso es
lo que las personas negras son para el Maestro; eso es lo que Sethe
ha sido en sus últimos años bajo el control de su amo: un animal.
Asimismo, en
un pasaje estremecedor, que sigue en la cronología de los hechos al
anterior que acabamos de citar, se explicita de forma clara y
demoledora la perspectiva del hombre blanco con respecto al sujeto
negro: “todo ello daba testimonio de las consecuencias que podía
acarrear un poco de la así llamada libertad impuesta a gente que
necesitaba de todos los cuidados y orientación de este mundo para
mantenerlos apartados de la vida de caníbales que preferían”
(178). La Sethe que asesina a su hija conoce sobradamente la
mentalidad de su antiguo propietario, tanto en palabras como en
hechos. Por eso identifica en él, a su llegada a Bluestone Road, “La
Mirada justiciera que todos los negros aprendían a reconocer al
mismo tiempo que la teta de su ma” (184). La ex-esclava es
consciente que entregar a sus hijos supondrá someterlos a una vida
indigna, que serán bestias y no personas. Y sabe, sobre todo, que
sobrevivir como esclavo no equivale a llevar una existencia humana.
Otro factor a
tener en cuenta para entender la identidad de Sethe en su juventud es
su reacción tras haber matado a su hija. Se nos cuenta, con gran
dureza, que “Ella permaneció inmóvil y el sheriff tuvo que
decidirse a acercase y de alguna manera atarle las húmedas manos
enrojecidas” (179) y que “ni Stamp ni Baby Suggs consiguieron que
soltara a su niña (¿ya gateaba?). Fuera del cobertizo, en el fondo
de la casa, no la soltó” (179). Incluso cuando Baby Suggs le
acerca al bebé superviviente para que la amamante, “Sethe quiso
coger a la recién nacida sin soltar a la muerta” (179). Estas
acciones nos revelan que Sethe ama a su hija asesinada, que le es
imposible despedirse de ella, que la siente como parte intrínseca de
su ser. Debemos descartar, por tanto, lecturas simplistas que priven
a la protagonista de esta profundidad emocional y nos acerquen a una
visión superficial de sus motivaciones.
Por último,
cabe escuchar la voz de la propia Sethe adulta, que muchos años
después de aquel momento terrible, solo es capaz de referirse a la
niña muerta como “mi hija. La que mandé por delante con los
niños” (19), de quien solo dice que “no vivió”; o “mi
niñita. No había dejado de darle la teta cuando la mandé por
delante con Howard y Buglar. (...) lo único que sabía es que debía
llevarla mi leche a mi niña. Nadie la alimentaría como yo” (26).
En otra escena, al ser interrogada por su hija Denver sobre su vida
pasada y la irrupción de su amo para devolverla a la esclavitud,
Sethe explica “Oh, no. Yo nunca volvería allá. No me importa
quién encontró a quien. Cualquier vida menos esa. Prefería ir a la
cárcel” (56). En todas estas declaraciones a medias (“no vivió”,
“mi leche”, “allá”, “esa” vida), debemos escuchar, sobre
todo, lo que Sethe no es capaz de contar, lo que guarda para sí y no
encuentra salida: el martirio, el desgarro, el vacío. El trauma
inefable.
La Sethe más
íntima, más vulnerable, más sincera la encontraremos mucho más
adelante en la novela, en una conversación con Paul D. donde la
protagonista muestra una lucidez que conmociona al lector. Así
explica ella misma su transformación emocional al conseguir la
libertad: “Yo era grande, Paul D, y ancha y profunda, y cuando
extendía los brazos todos mi hijos cabían dentro. Tan ancha era.
Tenía la impresión de quererlos más cuando llegué aquí. O quizá
no podía amarlos como es debido en Kentucky, porque allá no eran
míos. Pero al llegar aquí, al bajar de aquel carro... no había
nadie en el mundo a quien no pudiera amar si lo deseaba. ¿Comprendes
lo que quiero decir?” (190). Por esa razón, continúa Sethe, “no
podía permitir que las cosas volvieran a ser lo que habían sido. No
podía permitir que ella ni ninguno de ellos viviese bajo la férula
del Maestro” (191).
De nuevo, en
estos pasajes destaca la humanidad de Sethe, su hondo entendimiento
de su condición de esclava y las implicaciones existenciales de esta
condición, que transcurre al margen de su humanidad. Ninguno de sus
actos nace de la locura, sino de una amplia consciencia del ser; un
conocimiento inaccesible a quienes la observan, como son los
torturadores blancos o algunas vecinas. Las razones de Sethe son
claras: decide proteger a lo más preciado que tiene y llevarlos
“donde nada ni nadie pudiera hacerles daño. A otro lado. Fuera de
allí, donde estarían a salvo” (192). Ante una vida en el
infierno, es decir, ante una vida peor a la muerte, Sethe escoge de
forma reflexiva “mantenerlos alejados de lo que sé que es un
espanto” (193).
Y, aún así,
con todo lo visto, todavía podríamos argumentar que la protagonista
contaba con otras opciones menos truculentas, o que su comportamiento
tiene algo de instintivo, de irreflexivo, de animal. ¿En qué modo
podemos, pues, comprender la decisión de Sethe? A todos los
elementos anteriores debemos añadir una última consideración para
ofrecer una respuesta coherente.
La
Sethe que mata a su hija ha sido liberada (en realidad,
se ha escapado de su cautiverio de un modo tortuoso, no sin grandes
sufrimientos y corriendo un riesgo mortal), pero no es capaz todavía
de encarnar lo que ser libre significa. Al tener delante al hombre
que se fue dueño, en lugar de huir o vengarse, intenta asesinar a
sus propios hijos, si bien solo consigue matar a quien luego será
Beloved. Escaparse o pasar al ataque no son opciones que ella
contemple, pues sabe de sobra –como lo saben Paul D. y Baby Suggs–
que los esclavos rebeldes acaban colgados de los árboles o devorados
por los perros. Así, con el objetivo de liberar a su estirpe, la
antigua esclava no encuentra otra salida que acabar con ella. Sethe
construye su resistencia a partir de su propia tortura, de la
rendición frente al hombre blanco, de la entrega sin condición de
lo que más ama.
Así,
una Sethe joven, que apenas ha llegado a probar treinta días de una
vida en libertad, cree que la única vía de escape a la barbarie
impuesta por los amos blancos es autoinmolarse. Esta forma de
entender los mecanismos (i)lógicos de su propia existencia nace de
su yo esclavo. Un yo maltratado, anulado, aniquilado. Un miedo
desmesurado la invade ante “la Mirada” punitiva del Maestro y,
como respuesta al horror que regresa a buscarla, la protagonista opta
por la autoaniquilación, en tanto que la maternidad es el eje que
otorga sentido a su vida. En lugar de rebelarse contra su opresor,
Sethe ejerce el castigo sobre sí misma, como tantas otras veces ha
sucedido en la vida de los esclavos negros.
De
este modo, en esta escena clave de la novela, la protagonista asocia
su liberación con el sacrificio y, con ello, queda encadenada para
siempre a su pasado. Cuando a la mujer se le presentan las opciones
de regresar a Sweet Home (la esclavitud) o enfrentarse a su dueño
para quedarse es Bluestone Road (la libertad), escoge asesinar a sus
hijos e ir a la cárcel por su crimen (a su modo de entender, su
emancipación definitiva y la de toda su familia). Sethe elige,
entonces, una libertad esclava, a medio camino entre ambos hogares.
De manera no consciente, su pasado la conduce a pagar su deserción
con su sangre. De algún modo, aunque ya sin el yugo físico de la
esclavitud, la joven madre se convierte en su propio azote, pues no
logra actuar todavía como un sujeto libre. Es un ser alienado: el
hombre blanco sigue rigiendo, invisible, dentro de su piel negra.
Como
adelantábamos al principio, Sethe creerá revivir ese episodio
traumático muchos años después. Sin embargo, el desarrollo de toda
la secuencia será muy distinto. Leemos de esta escena que, al igual
que hiciera el Maestro, “Edward Bodwin conducía un
coche por Bluestone Road” (297). Asimismo, sabemos que frente a la
casa familiar se apiña un grupo de mujeres y que cuando estas
llegan, “Sethe estaba partiendo trozos de una barra de hielo.
Guardó el punzón en el bolsillo de su delantal para echar los
trozos en una palangana de agua (...) Sethe abrió la puerta y cogió
la mano de Beloved” (299). De nuevo aparecen, pues, sus hijas
(también Denver está presente), un hombre blanco, un coro de
espectadores y un arma.
Después
de esta introducción, el narrador relata la situación desde la
visión de Sethe y se reproducen los elementos premonitorios de la
escena primera: “El sombrero negro de ala ancha apenas suficiente
para ocultar su rostro, pero no su propósito. Va a entrar en su
pario, en busca de lo mejor que tiene. Oye
un aleteo. Pequeños colibríes hunden sus picos como agujas en su
pelo, a través del pañuelo, y baten las alas. Si
piensa algo, es no. No no. No no no. Vuela. El punzón para el hielo
no está en su mano, es su mano”. (300) Como leemos, la reacción
de Sethe vuelve a ser la negación de la angustia y la urgencia por
salvar lo que más quiere. El impulso primero es violento (usará de
nuevo un arma de metal), guiada por el mismo instinto de protección
con que actuó la vez primera. En su mente, el señor Bodwin es su
antiguo amo, por lo que, incluso dieciocho años después, vuelve a
despertarse en ella su yo visceral y torturado.
El
elemento central que opone a ambas escenas ocurre a continuación.
Como sabremos un poco más adelante, otro personaje ha de “tirar al
suelo a Sethe y quitarle el punzón de la manos” (305). La
diferencia crucial es que esta vez, según revela una conversación
entre Paul D. y Stamp, será Mr. Bodwin “el
hombre al que [Sethe] intentó clavar el punzón” (302). El lector
ya ha podido intuir quién iba a ser la víctima de Sethe en este
pasaje anterior: “Ahora corre hacia los rostros de la
gente que está ahí afuera, mezclándose y abandonando a Beloved.
Dejándola sola. (...) Alejándose de ella, hacia la multitud. (...)
...y encima de todas, elevándose con un látigo en la mano, el
hombre sin piel mira. La mira” (300). Si bien se nos dice que es
Mr. Bodwin quien mira a Sethe, debemos entender que es ella quien
tiene los ojos fijos en el visitante. Hacia él se dirige con el
punzón en la mano para proteger a sus hijas, la presencia de
Beloved.
Esta
decisión es esencial para entender la evolución de la protagonista
a lo largo de la obra. Por segunda vez en su vida, aunque sea solo en
su cabeza, a Sethe se le presenta la oportunidad de luchar por su
libertad y enfrentarse a su torturador. Si la primera vez Sethe
escogió inmolarse a través del asesinato de su familia, en esta
segunda ocasión sí va a ser capaz de arrojar su dolor contra el
hombre que la creyó una bestia. Así, esta vez no se
autocastigará–igual que había sido castigada durante sus años
como esclava--, sino que sale al ataque.
Con
este comportamiento, se culmina en la novela el cambio de mentalidad
de Sethe. Para vencer a su verdugo, ahora ya no sacrifica a Beloved.
No derrama su sangre ni renuncia a lo que ama, a su razón de ser, a
su condición de madre. En esta escena, la antigua esclava se
reafirma en su condición de mujer libre. Tras dos décadas de
aquella huida, esta otra Sethe no huye, no se esconde, no se
destruye. Por el contrario, sale al encuentro de su torturador
decidida a matarlo. Mientras la primera Sethe eligió asesinarse y
convivir por el resto de los días con el fantasma de su Beloved
arrebatada; la segunda Sethe se da la oportunidad de responder a la
injusticia impuesta por los hombres blancos con violencia hacia los
culpables, no hacia sí misma. Es, por fin, dueña de su familia, de
su vida, de su amor-Beloved. Es una mujer traumatizada y agotada,
pero también convencida de su identidad emancipada. Sabe que merece,
por tanto, la posibilidad de una existencia plena y se aferra a ella.
Si
queremos encontrar la justificación para esta transformación
decisiva, hemos de acudir al capítulo en que las tres mujeres
principales de la novela (Sethe, Denver y Beloved) conversan en un
espacio al margen de narradores externos. Aunque no estamos seguros
de qué líneas pertenecen a cada una de ellas, sí podemos extraer
algunas intervenciones de gran importancia. De entre todas,
rescatamos el siguiente fragmento:
“¿Has vuelto por mí? / Sí. / ¿Me recuerdas? / Sí, te recuerdo.
/¿Nunca me olvidaste? / Tu rostro es el mío. / ¿Me perdonas? ¿Te
quedarás? Ahora estás a salvo aquí. / ¿Dónde están los hombres
sin piel? / Afuera. Lejos. / ¿Pueden entrar aquí? / No. Lo
intentaron una vez, pero yo lo impedí. Jamás volverán. Uno de
ellos estaba en la misma casa que yo. Me hizo daño. / No pueden
volver a hacernos daño” (248).
Según
podemos leer en este íntimo diálogo entre Sethe y Beloved, ambas se
interrogan y ajustan cuentas. La madre pide perdón a su hija y le
garantiza lo que no supo ofrecerle en su juventud: un hogar a salvo
de la amenaza esclavista. (En este sentido, no podemos obviar que
también el contexto social y político en los Estados Unidos ha
cambiado radicalmente entre una y otra escena). En su reencuentro de
igual a igual –dos mujeres adultas– hay algo de penitencia, pero
también de reconciliación. Como Paul D. había supuesto ante la
presencia del fantasma, esta debía “de querer algo que vosotras
tenéis” (23). En esa ocasión, la madre solo había logrado
encogerse de hombros y responder: “Solo es un bebé” (23). Ahora,
Sethe parece haber entendido lo que Beloved ha venido a reclamar y se
atreve a afirmar que los hombres blancos “jamás volverán”. La
vieja tiranía ha perdido su poder, tanto a nivel externo como en el
interior de la protagonista.
Así
pues, el cumplimiento de esa promesa hecha a Beloved (o a sí misma)
es la verdadera liberación de Sethe en el final de la historia. La
madre se concede la posibilidad de revivir su pasado y enfrentarlo,
de defender y recuperar a su hija perdida. Cuando ese exorcismo
profundo y largamente necesario se materializa, cuando la culpa
antigua se sustituye por la última heroicidad de la esclava huida,
Beloved, la niña siempre amada, desaparece. Así se explica en la
escena posterior al ataque a Mr. Bodwin, donde los allí presentes
“primero vieron al fantasma y después dejaron de verlo. Después
de tirar al suelo a Sethe y quitarle el punzón de la manos,
volvieron la mirada hacia la casa y había desaparecido” (305). Se
trata, de algún modo, de un doble exorcismo.
Para
concluir, en este punto cabe recordar un diálogo que la joven Sethe,
tras dar a luz a Denver y alcanzar su libertad, mantiene con Ella.
Esta, tras observar la cara de la recién nacida, hace un gesto
escéptico y le advierte a la madre: “Si
alguien me lo preguntara yo diría: No ames nada” (112). Con sus
acciones posteriores en el cobertizo de Bluestone Road, Sethe acata
esta máxima, actuando como si fuera capaz de desprenderse de su
humanidad, de sus sentimientos, de su instinto maternal. Aún piensan
como esclavas, luego son esclavas. En el regreso de Beloved en forma
de espíritu, Sethe se rebela contra esa restricción. ¿Qué es eso
que Beloved deseaba, tal y como Paul D. apuntaba? Tal vez ser amada,
tal vez que su madre tuviera la oportunidad de amar.
En
Beloved,
esta
posibilidad del amor es la culminación de la verdadera libertad. Por
desgracia, en el alma de la Sethe madura las cicatrices son ya
demasiado profundas; las ausencias, irreparables. Del mismo modo que
le sucedió a Baby Suggs, quien fue libre “cuando ya no significaba
nada” (33), a nuestra protagonista su liberación también le llega
demasiado tarde. Es por esto que en el final de la novela, una Sethe
rendida sigue los pasos de su suegra y se postra sobre la misma cama
donde la matriarca murió. Este lecho es el símbolo de su su
derrota.
En
las últimas páginas, Toni Morrison nos deja en duda respecto al
futuro de la protagonista. En oposición a la vida de Baby, donde de
entre los hombres que conoció y amó “el que no se había fugado
ni lo habían ahorcado, fue alquilado, prestado, comprado, devuelto,
conservado, hipotecado, ganado, robado o arrestado” (35); en la
vida de Sethe aún queda una presencia masculina incondicional: su
amigo Paul D.. Junto a la cama donde ella reposa, él le dedica estas
palabras: “Tú y yo tenemos más ayer que nadie. Necesitamos alguna
suerte de mañana” (311).
Confiando
como queremos confiar en la justicia poética, nos gustaría pensar
que la sutil invitación logra resucitar a esa Sethe exhausta, casi
moribunda. Y es que, como bien le explicase la fugitiva
Amy en aquella
travesía antes de llegar a Bluestone Road, “Siempre
que lo muerto vuelve a la vida, duele” (48). Morir, volver a la
vida, amar, ser libre. Como Sethe. Como Beloved. Como setenta
millones y más.
Bibliografía
MORRISON,
T. (1988). Beloved.
Barcelona: Ediciones B.
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