El corazón de las tinieblas





Elsa Gómez Belastegui

EL BIEN Y EL MAL EN
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS



Enmarcado en una estructura de caja china, El corazón de las tinieblas, publicado como relato completo en 1902, es un viaje desde el mundo de la civilización, la razón y el progreso hacia el mundo recóndito en el que palpitan los orígenes del ser humano, imbuidos del medio que habita hasta el punto de confundirse con él, o ser devorado por él sin remedio. La visión que Conrad nos da del mundo natural dista mucho, desde el primer momento, de ser la imagen bucólica más frecuente, y se traduce en una reflexión sobre la naturaleza humana y la ambigüedad del bien y el mal como conceptos absolutos. No puede afirmarse que Conrad fuera anticolonialista, pero su relato deja poca duda del horror que le produjo la visón de la colonización belga del Congo. El relato tiene un sólido armazón en el que todas las piezas encajan, el río y su metafórico comportamiento de serpiente son el eje del que arrancan una serie de hilos conductores que nos van ampliando la mirada. El viaje al corazón de las tinieblas es la travesía de Marlow que, con espíritu de aventura, se embarca seducido por lo que pueda entrañar un lugar de África que ocupa en el mapa un gran espacio en blanco, viaje que culmina en el encuentro con la figura de Kurtz, del que ha oído hablar en términos poco comunes desde su llegada a la selva, y que nos obliga a hacernos una serie de preguntas de carácter moral: ¿es Kurtz un individuo deshumanizado –como sin duda lo es su propio rey Leopoldo II– o solo un individuo «descivilizado»? Estudiaremos ahora la progresión de la apertura de «cajas» así como de la incursión en las profundidades de lo natural y lo humano.

Palabras clave: selva, muerte, fascinación, luz, oscuridad, locura, invasión, poder, horror.

La narración comienza en la desembocadura del Támesis. Un grupo de hombres a bordo del bergantín «Nellie» aguardan a que el cambio de marea les permita zarpar, y, para amenizar la espera, Marlow relata su viaje al corazón de África a estos compañeros unidos por «el vínculo del mar» –metáfora, una vez más, de la existencia humana–, donde lo azaroso e imprevisible compite con la razón. Antes incluso de que empiece a narrar su viaje, los conceptos del bien y el mal se ponen en entredicho. La primera caja, a partir de la cual se producirá el juego de prestidigitación que las hará ir abriéndose con maestría una tras otra, es el marco en el que se expresará su voz; su historia es como una niebla que se va extendiendo: «El día terminaba en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el cielo, despejado era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos», y contrapone a ello: «Solo las brumas del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad del sol. Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hombres».1¿Quiere con esto decir, no solo que la luz hiere, sino también que quizá Occidente no es un mundo tan «iluminado» como de entrada se podría pensar?: «Y también este —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra».
     Londres, posiblemente la capital por excelencia del mundo a finales del siglo XIX, había sido «en épocas remotas, cuando llegaron por primera vez los romanos a estos lugares, hace diecinueve siglos [...] uno de los lugares oscuros de la tierra [...] la luz iluminó este río a partir de entonces [...], pero la oscuridad reinaba aquí aún ayer».Gran Bretaña en aquel tiempo no era, por tanto, muy distinta del continente africano, invadido ahora por las potencias europeas. La civilización pone fin a la barbarie, pero en un tiempo Inglaterra debió haber sido «Un país cubierto de pantanos» y su conquista debió de requerir «marchas a través de los bosques» y enfrentarse a «toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios». El que llega «Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable. Podéis imaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la impotente repugnancia, el odio».Sobre los romanos, a quienes no considera moralmente superiores a los habitantes primitivos de Britania, y equiparando sus conquistas a las actuales incursiones europeas en territorio africano, sigue diciendo: «Pero aquellos jóvenes en realidad [...] no eran colonizadores [...] Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre quienes se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención».5
     Esta primera caja que se nos muestra cuando el narrador y sus oyentes permanecen anclados todavía en el estuario del Támesis nos revelará muy pronto la existencia de la siguiente, de distinto color en su superficie, pero que guarda, bajo la tapa, la misma cualidad de ambigüedad e imposibilidad de trazar una línea nítida entre la luz, como expresión de bondad y justicia, y la oscuridad, entendida como sinrazón, perversión y brutalidad. La segunda caja, el viaje por el serpenteante río Congo hacia las profundidades tenebrosas de la selva, es una escalofriante metáfora con la que Conrad plasma la inexpresable complejidad del mal: el odio hacia el otro, hacia el que es distinto, la violencia homicida que, en última instancia, más allá de las razones políticas o culturales, brota de un impulso irracional, primitivo, que nos asimila al mundo natural, brutal, despiadado. El deseo inicial de Marlow de actuar con nobleza va siendo cada vez más fútil, al adentrarse en un mundo donde el bien absoluto no existe, y lo más que puede hacer es elegir entre las diversas pesadillas. Los personajes acaban siendo incapaces de distinguir entre el bien y el mal –o entre el Támesis y el río Congo, o entre lo blanco y lo negro–, y finalmente la pregunta es cómo establecer la diferencia entre lo uno y lo otro. Marlow inicia el viaje y apenas atisba la costa africana siente la fascinación de «una jungla colosal, de un verde tan oscuro que llegaba casi al negro».Se acerca a un espacio desconocido, que perturba a los hombres y, en ocasiones, como le hace saber el patrón del barco que le conduce hasta allí, les hace perder la razón: «“Es gracioso lo que a algunos [...] les ocurre cuando se internan río arriba.” Le dije que pronto esperaba verlo con mis propios ojos. “¡Vaya!”, exclamó [...] No esté usted tan seguro. Hace poco recogí a un hombre colgado en el camino. También era sueco.” [...] “¿Por qué, en nombre de Dios?” “¿Quién puede saberlo? ¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del país!”».Marlow tendrá muy pronto ocasión de descubrir por sí mismo lo que late en esas palabras. Es difícil saber hasta qué punto experimentó el propio Conrad personalmente la sensación de implicarse en algo moralmente inaceptable, pues nunca hizo un ataque verbal contra el imperialismo británico, pero sabemos que la codicia ciega de Leopoldo II, rey de Bélgica, le pareció una abominación, y el retrato que hace del hombre blanco en esta obra es claramente desfavorable; «Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos [...] Ya sabéis que no me caracterizo por la delicadeza [...] He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquellos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres [...] presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me llegaría a acostumbrar al demonio flácido y pretencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia solo lo iba a descubrir varios meses después y a unas mil millas río adentro».Tiene la sensación «de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno [...] [parecía] como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí. Unas figuras negras gemían [...] era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir [...] No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, solo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa».9
     Marlow no tarda en oír hablar del señor Kurtz, «una persona fuera de lo normal»,10 y el modo en que se alude siempre a este personaje le irá intrigando cada vez más. El trayecto hacia el lugar donde Kurtz reside es desolador: aldeas vacías, granjas abandonadas, porteadores que enferman o mueren y a los que se arroja a un lado del camino como fardos, tambores lejanos que insinúan la existencia de una cultura profunda e incomprensible para el hombre blanco. Recordando un episodio de la travesía, Marlow reflexiona: «¿Por qué en nombre de todos los roedores diablos del hambre no nos atacaron (eran treinta para cinco) y se dieron con nosotros un buen banquete? Es algo que todavía hoy me asombra. [...] Comprendí que alguna inhibición, uno de esos secretos humanos que desmienten la probabilidad de algo, estaba en acción»,11 teniendo en cuenta que, poco antes, pensando que iban a ser atacados, el jefe de los negros que formaban parte de la tripulación había dicho: «“¡Cogedlos!”, con los ojos inyectados de sangre y un destello de sus dientes puntiagudos. [...] “¿Qué haríais con ellos?” “Nos los comeríamos”», había dicho tajante el jefe con «una actitud digna y profundamente meditativa».12 ¿Qué clase de sentido ético anima a esos caníbales a no devorar a sus opresores cuando tienen la ocasión?
     En la Estación Central, a Marlow se le informa de que Kurtz está enfermo y debe ir a recogerlo para enviarlo a un hospital, pero el barco está por el momento averiado. Durante los meses que se tardan en repararlo, Marlow observa la selva, «algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente a que pasara aquella fantástica invasión».13 Al mismo tiempo, su curiosidad por Kurtz no deja de crecer. Las referencias a él, como de un ser casi sobrenatural, le llenan de una poderosa fascinación.
     Kurtz es la tercera caja que se nos muestra, unida por el mismo hilo conductor, pero que, al levantarse la tapa, revela un fondo de color rojo intenso, el color de una locura sanguinaria. ¿Quién es Kurtz? Aquí es donde los principios morales se desbaratan sin remedio. El hombre del que Marlow tanto ha oído hablar y al que finalmente va a conocer en persona es un hombrecillo física y psíquicamente enfermo, pero venerado casi como un dios. «No se puede juzgar al señor Kurtz como a un hombre ordinario»,14 les dice el reportero ruso que les recibe cuando llegan a su destino. Marlow piensa que Kurtz, este insaciable traficante de marfil que en otro tiempo fue un militar sumamente brillante y leal a las políticas colonialistas, se ha vuelto loco: «[...] la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún tipo de iniciación demoníaca».15 Cuando ve las cabezas humanas clavadas en los postes que rodean la ruinosa vivienda de Kurtz, dice: «La selva [...] se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad... y aquel susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó violentamente en su interior porque tenía el corazón vacío».16 El acto de matar es en este paraje remoto un gesto de poder, que expande el yo y lo eleva a una dimensión en que lo sagrado se relaciona más con lo desmesurado y lo pavoroso que con la bondad y la misericordia. Y esa ebriedad de poder será el camino de Kurtz a la soledad y la locura. Tiempo atrás «la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. [...] Era elocuente [...] pero demasiado idealista, a mi juicio. [...] El párrafo inicial, sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos llegado “debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad”, y otras cosas por el estilo. “Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado”»,17 y se encontró con la posibilidad de lo imposible: imponer su propia ética.
     Como sugiere el antropólogo Carlos Castaneda, son cuatro los enemigos de un hombre de conocimiento. Kurtz vence el primero de ellos, el miedo, pues es capaz de sobreponerse al insoslayable encuentro con su propio abismo insondable en la selva a la que llega. Esto le da una claridad, nacida de la capacidad para sobrevivir a la visión de su propia oscuridad profunda, de sus tinieblas interiores; y esa claridad, en este caso una claridad alucinada, es el segundo enemigo al que ha de enfrentarse el ser humano. Si lo supera, hace inmediatamente su aparición el tercer enemigo, que se deriva como algo natural del anterior: «El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y naturalmente, lo más fácil es rendirse a él; después de todo, el hombre ahora es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder. Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saberlo, habrá perdido sin duda la batalla. Su enemigo lo habrá transformado en un hombre cruel, caprichoso».18 En ese poder que le da la posibilidad real de instaurar una ética nueva, a su medida, Kurtz queda preso, y olvida que, después de todo, es solo un ser humano, por más que algo en su interior le empuje a atribuirse poderes de semidiós y a dejarse adorar. Kurtz en un hombre atrapado en su delirio, que crea su propio imperio, al menos igual de sanguinario que aquel otro contra el que se rebela. La diferencia entre uno y otro está en que Kurtz es consciente del horror en que vive sumido, y siente que ese conocimiento le da una superioridad con respecto a los demás humanos y una justificación para vivir según sus propias reglas. Se presenta entonces el cuarto enemigo del hombre de conocimiento, que es la vejez y la enfermedad, ante los que Kurtz finalmente sucumbe.
     Todo esto nos obliga a preguntarnos si no son arbitrarios los juicios que la sociedad emite sobre lo que está justificado y lo que no, pues el horror que este personaje encarna no es distinto del que caracteriza la acción colonialista llevada a cabo por el rey Leopoldo II en aquel país. Podría decirse que, de entrada, las intenciones de Kurtz son incluso de naturaleza más elevada, y su actuación menos hipócrita, que las del monarca, aunque finalmente las acciones de ambos tengan un carácter igual de abominable. Porque la barbarie de Kurtz no puede atribuirse exclusivamente al contacto con lo primitivo. «Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa participó en la educación de Kurtz».19 La conclusión de aquel informe que le fue confiado era aterradora: «¡Exterminad a estos bárbaros!»,20 pero indudablemente estaba escrita en nombre de la civilización y el progreso. Este hombre es expresión del espíritu imperialista –que la sociedad acepta mayormente– extralimitado hasta el paroxismo, y esta podría ser una cuarta caja casi invisible que nos llevaría de vuelta al comienzo.
     Kurtz agoniza durante el trayecto de vuelta a Europa. «[...] tanto el diabólico amor como el odio sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de distinción fingida y de todas las apariencias de éxito y poder»,21 dice Marlow sobre él, mientras que él consigue a lo justo balbucir unas frases: «Tenía planes inmensos... Estaba en el umbral de grandes cosas». Sus últimas palabras son: «¡Ah, el horror! ¡El horror!».22 Marlow entiende la lucha interior de aquel hombre, pues «la vida es una bufonada [...] y lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo –que llega demasiado tarde– y una cosecha de remordimientos inextinguibles».23
     Al final del libro, Marlow cuenta cómo, de vuelta en Inglaterra, habló con la prometida de Kurtz y, por piedad, le mintió sobre él, su vida en África y las últimas palabras que dijo antes de morir. «“Su fin”, dije yo, con una rabia sorda que comenzaba a apoderarse de mí, “fue en todo sentido digno de su vida.”»;24 pero lo que su prometida interpreta no es lo que Marlow quiere transmitir con esa frase. El recuerdo que quedará de él será, no el de un asesino loco, sino el de un hombre excepcional.
     El relato concluye en la cubierta del «Nellie», y nos lleva de vuelta al principio, al corazón de las tinieblas de la gran ciudad.


Referencias:
1Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas. Barcelona: Lumen, 1974, trad. Sergio Pitol, p. 4
Ídem. p. 6
Ídem. p. 6-7
Ídem. p. 9
Ídem. p. 9
Ídem. p. 21
Ídem. p. 24
Ídem. p. 26
Ídem. p. 26
10 Ídem. p. 31
11 Ídem. p. 66
12 Ídem. p. 65
13 Ídem. p. 39
14 Ídem. p. 88
15 Ídem. p. 76
16 Ídem. p. 92
17 Ídem. p. 79
18 Las enseñanzas de Don Juan (una forma yaqui de conocimiento). México: Fondo de Cultura Económica, 2000 (2ª ed.), p. 11-112. 
19 Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas. Barcelona: Lumen, 1974, trad. Sergio Pitol, p. 4. p. 78
20 Ídem. p. 80
21 Ídem. p. 104
22 Ídem. p. 120
23 Ídem. p. 111
24  Ídem. p. 120


Elsa Gómez Belastegui

Comentarios

Entradas populares