En busca del equilibrio


En busca del equilibrio

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La exigencia, la perfección, la estabilidad, la realización de nuestros deseos, son ideas que circundan nuestros días, pero no son nuevas, desde hace tiempo a excepción de la inmediatez, irrumpían en la mente de los escritores del siglo XX, uno de ellos es Thomas Mann quien critica la lucha constante de los opuestos en el ser humano.
El protagonista, de Muerte en Venecia, es un escritor renombrado que busca renovar su inspiración, por lo que viaja a Venecia, lugar donde empieza su viaje hacia quién es él realmente. “Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso, de olvido. Era el deseo de huir de su obra, del lugar cotidiano, de su labor obstinada, dura y apasionada.”[1]
La rigidez intelectual y la imperturbable disciplina de Aschenbach ceden ante el amor. “Un escritor envejecido y fatigado descubre, en medio de la decadente belleza veneciana, el espontáneo atractivo de un angelical adolescente.”[2] Al conocer a Tadzio, de quien se enamora apasionadamente. “Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del niño.”[3]
Sin embargo, la constante represión de los sentimientos, los verdaderos, los del deseo por el otro, que implica aceptarse, aunado a la búsqueda constante de la belleza reflejada en la juventud del chico.
Casi estuvo convencido de que su misión era velar por el muchacho, en lugar de ocuparse de sus propios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espíritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmovía su corazón.[4]
En contraposición con Venecia lugar donde los instintos son olor fétido cercano a la podredumbre que para muchos es la vejez; trastornan al protagonista que tardíamente acepta sus sentimientos.
El viajero contempla toda la belleza que desfilaba ante sus ojos, y se le oprimía el corazón. Respiraba, en aspiraciones profundas y espiraciones dolorosas, la atmósfera de la ciudad, aquel olor ligeramente putrefacto, de mar y de pantano, que el día anterior había querido abandonar con tanta urgencia. [5]
¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó la noble figura que se erguía al borde del mar intensamente azul, y en un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento en los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración y reflejo y una imagen humana. La arrebatada inspiración había llegado, y el artista, que empezaba ya a envejecer, no hizo más que acogerla sin temor y hasta con ansiedad. Su espíritu ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su infancia había recibido de la tradición y que hasta entonces no se habían encendido con un fuego propio.[6]
El constante combate de emociones sigue existiendo en nuestros días, a pesar de las teorías psicológicas o tratamientos médicos, no hemos podido evolucionar y quizá es porque el mal no está en nosotros sino en la sociedad que constantemente nos reprime. La colectividad nos imposibilita a seguir nuestros impulsos, nos castra y este acto nos lleva hacia una lucha contra nosotros mismos. Estamos en un mundo de contradicciones, en el que unos buscan cura a través de la aceptación de quienes somos, pero constantemente somos atiborrados por anuncios subliminales que nos impiden llegar a ser.
¿Era posible que no hubiera sabido, que no hubiera considerado hasta qué punto su corazón estaba ligado a todo aquello? Lo que por la mañana era un sentimiento vago, una leve duda, tornose ya en angustia, en dolor efectivo y punzante, en tribulación tan grande para su alma, que varias veces asomaron lágrimas a sus ojos, en forma completamente extraña. [7]
Ante estas reacciones desequilibrantes nuestro cuerpo somatiza en dolencias que nos irán consumiendo durante el viaje y tal vez cuando por fin nos hayamos aceptado sea tarde.
En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba. Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.[8]
No vivimos preocupados en cuánto tiempo durará nuestro viaje, pero si en cómo  vivirlo, quizá una alternativa sea retornar la mirada hacia nosotros a través del equilibrio, es decir aceptar que para apreciar la belleza tenemos que conocer la fealdad.








[1] Mann, Thomas. Muerte en Venecia. Ex libris. 2017. Pág 10. EPUB
[2] Ibídem. Pág. 1
[3] Ibídem. Pág. 40
[4] Ibídem. Pág. 45
[5] Ibídem. Pág. 51
[6] Ibídem. Pág. 60
[7] Ibídem. Pág. 51
[8] Ibídem. Pág. 99


Mar Torres

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