Molloy
Elsa Gómez Belastegui
MOLLOY: UN VIAJE DE DOBLE DIRECCIÓN
Molloy es, como nos cuentan las biografías, una obra de la etapa madura de autor. Aquel muchacho brillante demostraría muy pronto ser un verdadero inepto para seguir los caminos trillados. Los comienzos de su vida adulta estuvieron marcados por el sufrimiento y el fracaso. Quizá fue su exceso de lucidez lo que le hizo despreciar hasta tal punto la mediocridad burguesa y las convenciones sociales e intelectuales como para que su carrera de profesor, que hubiera podido encumbrarlo, acabara no siendo tan brillante, al fin y al cabo. Quizá fue ese exceso de lucidez lo que le hizo sumirse en el alcohol. Quizá fue la suma de ese exceso de lucidez, de haber crecido en una Irlanda convulsa, la relación difícil con su madre, la insatisfacción con lo que escribía, aquella inquietud constante que lo llevaba de un lado a otro, el sufrimiento derivado de todo ello, el alcohol, el psicoanálisis, el posterior horror de la Guerra lo que súbitamente un día, al fin, le hizo encontrar su voz, y esa voz se expresaría en francés, fuera de las estructuras lingüísticas que hasta ese momento le condicionaban. Un día entendió que lo que podía ofrecer al mundo era el horror, el dolor, la sordidez de su mundo interior. No hablar de ellos, sino dejarlos hablar. Y lo hizo. Eso es Molloy.
Molloyes el primer libro de una trilogía, seguido de Malone muerey El innombrable. Es un libro dividido en dos partes, dos monólogos en cierto modo independientes, pero estrechamente interconectados: en el primero habla el inconsciente; en el segundo el superego. El primero, Molloy, es una inmersión en las tripas de la mente; o más bien, las tripas de la mente al descubierto, un viaje del que el lector no puede ser espectador. Solo la inmersión en esas palabras abre su significado. Solo cuando como lectora entro en esas palabras y soy las palabras de esa mente indivisa que somos –fragmentada pero una, universal– y encarno el sinsentido, la desolación, la estupidez, la búsqueda inútil, se me revela la genialidad de quien ha sabido exhibir con tal sencillez, desnudez, honestidad, crudeza e impudor no solo el funcionamiento de la mente humana, sino la naturaleza tal vez absurda y obsesiva de la realidad, a la que aludía Gombrowicz –«¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva?»1. Descubro durante la lectura que no se puede leer Molloycomo un extranjero. Leer Molloy es encarnar Molloy.
De entre todos los aspectos que podría estudiar, de entre las diversas perspectivas desde las que podría emprender ese estudio, voy a centrarme en el viaje: los paralelismos y diferencias entre el viaje del primer y del segundo monólogos.
Molloy necesita conciliarse con su madre –«completamente solo, desde siempre, iba en busca de mi madre»2 «para solventar nuestro asunto pendiente»3pues «si algún día debo buscar algún sentido a mi vida, empezaré a hurgar por ahí, por el lado de esta pobre ramera unípara»4–, que a la vez le repugna, «aquella vieja sorda, ciega, incapacitada y demente»5. En realidad, el libro comienza en el espacio físico que hasta hace poco era de la madre: «Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí»6, pero ella no está. Sabemos desde el principio que el viaje que le ha traído hasta aquí será una búsqueda inútil, y aun así inevitable, «imperativa»; se ve abocado a ella necesariamente, pese a la conciencia de la futilidad, no solo de la búsqueda, sino de la vida misma, «a mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez»7. Es la búsqueda obsesiva de una meta a la que es imposible sustraerse porque no está separada del propio hecho de ser, del propio absurdo de la existencia –«A fuerza de llamar a esto mi vida terminaré por creérmelo»8–. Volver a los orígenes: una pulsión igual de forzosa que de imposible. De ahí la contradicción –una de tantas–: buscar es inútil, e intentar rehuir la búsqueda es igual de inútil.
En la segunda parte, también hay un viaje. Moran emprende también una búsqueda: esta vez la búsqueda de Molloy, que como vamos descubriendo es la búsqueda del ser que se esconde bajo el Moran social y voluntarioso, respetuoso de las costumbres, pagado de sí mismo. Aunque Moran la emprende sin ganas, está convencido, a diferencia de él, de que la voluntad salvará todas las dificultades. Aun así, quiere que el tiempo transcurra lento, porque al avanzar el viaje se da cuenta de que ha olvidado qué debe hacer con Molloy cuando lo encuentre. «Me decía que [...] empezara por encontrar a Molloy, que después ya [...] me acordaría cuando menos me lo esperase y que si, una vez encontrado Molloy, seguía ignorando qué debía hacer con él, podría arreglármelas para ponerme en contacto con Gaber [...]: ¿qué hacer con M?»9. Quiere encontrarlo, necesita encontrarlo –debe cumplir el encargo; es su deber–, pero todavía no; necesita acordarse de lo que debe hacer con él.
Lo mismo el viaje de Molloy que el de Moran se topan con una dificultad impuesta: las piernas. Las piernas que necesitan para llegar a la meta están enfermas, duelen, les impiden descansar, les hacen cojear, los convierten en esperpentos: «A continuación, bien afirmado en las muletas, empecé a oscilar hacia adelante y hacia atrás, con los pies juntos, o mejor dicho, con las piernas apretadas, porque ¿cómo juntar los pies, dado el estado de mis piernas? [...] lo hice. O no lo hice. ¿Qué mas da? Lo importante es que me balanceé, [...] me lancé hacia adelante con todas mis fuerzas y, por consiguiente, un instante después, hacia atrás, con el resultado previsible»,10dice Molloy, o «la pierna sangraba. Afortunadamente, se trataba de la pierna enferma. ¿Qué habría podido hacer, con las dos piernas inútiles? [...] Me dejé resbalar de lado hasta que el pie de mi pierna sana tocó el suelo. Sobre la rueda que movía la bicicleta pesaba ya solo mi pierna enferma, levantada y apartada a costa de grandes esfuerzos» cuenta Moran».11. En Molloy, el obstáculo existe desde el principio; en Moran no, en él comienza momentos antes de emprender el viaje, y a medida que el viaje avanza, el deterioro va aumentando, y lo asimila cada vez más al estado físico de aquel al que busca. En los dos viajes hay una bicicleta, en los dos defectuosa, que acaba por desaparecer, y esto los obliga a avanzar como sea, «¡pero, hombre!, puedo avanzar reptando, no me acordaba».12Molloy lleva muletas desde el principio; Moran acaba llevándolas también.
En los dos viajes hay una meta que al final se aleja, inalcanzable, y una continua ansiedad provocada por ese acontecimiento que los esquiva. Son, los dos, viajes marcados por la desesperanza. En el caso de Moran, a ella se suma la frustración, que hará que, a partir de determinado momento, la voluntad que había caracterizado hasta entonces sus acciones vaya dando paso a un declive mental que lo asimila, como en el aspecto físico, más y más a Molloy. Se resquebraja la fortaleza mental autoimpuesta, y debajo de ella lo que hay es el irremediable desvarío humano. Molloy-Moran: ¿quién es cada uno? ¿quién escribe qué?
Son muchas las preguntas que quedan abiertas. ¿Es Molloy el final del viaje de Moran? ¿Podríamos decir que el Moran final mata al Moran que emprendió inicialmente el viaje? De lo que no hay duda es de que la lectura de Molloyes un espejo, un viaje interior que sus palabras inician en nosotros y por el que nos van guiando; las palabras de Beckett nos ponen frente a frente con nuestras miserias más inconfesables. Y añaden a esa visión desnuda de la inmundicia, no sé, algo como una dignidad.
Referencias
1Witold Gombrowicz. Cosmos. Barcelona: Seix Barral, 1965, p. 9
2Samuel Beckett. Molloy.Madrid: Alianza Editorial, 2007, p. 121
3 Ídem. p. 108.
4Ídem. p. 24
5Ídem. p. 25
6-7Ídem. p. 7
8Ídem. p. 73
9 Ídem. p. 190
10Ídem p. 116
11 Ídem p. 217
12 Ídem p. 123
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