Condenado a muerte por no llorar a una madre

Montserrat Iglesias Berzal

Albert Camus. El extranjero

Alianza Editorial. 1994

Traducción de Bonifacio del Carril



Vivimos en la sociedad de los buenos sentimientos. En principio, el buenismo no me provoca ninguna opinión, ni positiva ni negativa. Siempre me ha parecido una tremenda tontería cuestionar todo aquello que simplemente es, pues todas las recetas que nos ayudan a movernos por el mundo tienen sus trampas, pero también sus beneficios. Sin embargo, sí que creo que todo ciudadano tiene la obligación de ser consciente de lo que supone el juego de los valores imperantes, para poder oponerse a todo aquello que le parezca un abuso o incluso una bobada. Y, aunque parezca extraño, ya que la obra se publicó hace más de siete décadas, El extranjero, de Albert Camus puede ayudar a vacunarnos de los excesos del imperio de los buenos sentimientos en el siglo XXI.
Esta novela muestra cómo un hombre mata sin motivos reales a otro y cómo la sociedad lo condena a muerte. Con independencia del juicio moral que nos merezca la pena capital, nos parecería que tales acontecimientos tienen una relación bastante lógica: a un crimen le sigue un castigo. Sin embargo, Camus consigue el extrañamiento literario planteándonos que el verdadero motivo de la condena no es la atrocidad del asesinato sino el hecho de que el protagonista no manifestase el suficiente amor a su madre en el momento de su muerte. A Mersault, por tanto, le condenan no por asesino sino por no poder acreditar un buen corazón.
Como no tiene sentido pensar que Camus tuviera prejuicio alguno contra las relaciones maternofiliales -esto lo desmiente su biografía y hasta su obra[i]-, este planteamiento del autor solo puede interpretarse como una denuncia a ese tipo de sociedad biempensante e hipócrita. Por lo general, ambos aspectos suelen ir de la mano.
Desde luego, Meursault no es un personaje que despierte grandes simpatías en el lector. Más allá de su insobornable sinceridad, casi suicida, no cuenta con ningún rasgo que el receptor pueda admirar o con el que pueda sentirse conmovido. Reconoce sin ningún disimulo que carece de cualquier afecto intenso, y si los comentarios y los gestos en el funeral de su madre pueden resultar algo atípicos, la aridez en el resto de sus relaciones roza lo hiriente: no responde con calor a ningún gesto de amistad como los de Celeste o Manuel; no muestra ningún entusiasmo ante sus progresos laborarles; su trato con María, una mujer que lo ama sinceramente, es cruel, aunque llega a mostrarse dispuesto a casarse con ella pese a no experimentar ningún sentimiento; desprecia a sus vecinos, algo hasta cierto punto lógico porque Raimundo, un proxeneta abusivo, y Salamano, un viejo que maltrata a su pobre perro, son personas realmente despreciables, pero tampoco siente ninguna clase de empatía por las víctimas de ambos sujetos. En resumen, Meursault no es un gran hombre, pero lo único que le convierte en un asesino es el hecho de que haya acabado con otro ser humano, no la mayor o menor sequedad de su alma. Bajo mi punto de vista, cuando Camus aborda las cuestiones del asesinato, del carácter del Meursalt y de la reacción de la sociedad ante el delito del homicida, trata tres temas diferentes. En el primero reflexiona sobre el carácter absurdo y totalmente azaroso de nuestra existencia, en el segundo sobre el vacío del hombre contemporáneo y en el tercero sobre la hipocresía de las convenciones sociales, que ayudan a vivir al grupo como si ese absurdo y ese vacío individual no existiesen. Es esa hipocresía de los buenos sentimientos la que me importa en estas líneas.
La insinceridad social es evidente en la comparación entre lo que opinan los personajes durante la muerte de la madre y lo que relatan durante el juicio. Por ejemplo, esto es lo que le dice el director del asilo al protagonista en su primera conversación:
‘La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén’. Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: ‘No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario era modesto. Y, al fin de cuenteas, era más feliz aquí’. Dije: ‘Sí, señor director’. Él agregó: ‘Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted’ (p. 9).
Semejantes justificaciones se convierten en argumentos acusatorios en el juicio, y no en palabras del Procurador, sino del propio director de la institución:
“Le preguntaron si mamá se quejaba de mí y dijo que sí, pero que sus pensionistas tenían un poco de manía de quejarse de sus parientes. El Presidente le hizo precisar si ella me reprochaba el haberla metido en el asilo, y el director dijo otra vez que sí. Pero esa vez no agregó nada” (p. 103).
Si se reflexiona un poco, tampoco es tan difícil apreciar en nuestro propio entorno estos nada sutiles cambios de opinión en lo que respecta al cuidado de los mayores.
Otros detalles del primer capítulo que se reinterpretan de una manera opuesta durante el juicio, y que hoy pueden resultarnos familiares, son algunas de las características del duelo. A finales de los cuarenta debería parecer extraño o hasta escandaloso cómo se desarrolla el velatorio de la pobre señora de Meursault. Sin embargo, hoy ¿quién no se ha tenido en un tanatorio la impresión de estar participando en un ruidoso acto social en el que lo que menos importa es el muerto? Hasta el detalle de tomar café delante del féretro no resulta tan peregrino. De hecho, yo lo he llegado a ver, y, sí, reconozco mi culpa, me escandalicé como ocurre en el juicio de Meursault:
“Cuando llegó, el portero me miró y apartó la vista. Respondió a las preguntas que se le formularon. Dijo que yo no había querido ver a mamá, que había fumado, que había dormido y tomado café.
Sentí entonces que algo agitaba a toda la sala y por primera vez comprendí que era culpable. Hicieron repetir el portero la historia del café con leche y la del cigarrillo. El Abogado General me miró con brillo irónico en los ojos. En ese momento el abogado preguntó al portero si no había fumado conmigo. Pero el Procurador se opuso violentamente a esta pregunta: ‘¿Quién es aquí el criminal y cuáles son los métodos que consisten en manchar a los testigos de la acusación para desvirtuar testimonios que no por eso resultan menos aplastantes?’ Pese a todo, el Presidente ordenó al portero que respondiera a la pregunta. El viejo dijo con aire cohibido: ‘Sé perfectamente que hice mal. Pero no me atreví a rehusar el cigarrillo que el señor me ofreció’. En último lugar, me preguntaron si no tenía nada que agregar. ‘Nada, respondí, solamente que el testigo tiene razón. Es verdad que le ofrecí el cigarrillo’. El portero me miró entonces con un poco de asombro y una especie de gratitud. Vaciló; luego dijo que era él quien me había ofrecido el café con leche. El abogado triunfó ruidosamente y declaró que los jurados apreciarían. Pero el Procurador atronó sobre nuestras cabezas y dijo: ‘Sí. Los señores jurados apreciarán. Y llegarán a la conclusión de que un extraño podía proponer tomar café, pero que un hijo debía rechazarlo delante del cuerpo de la que le había dado la vida’. El portero volvió a su asiento” (pp. 104-105).
Hay dos momentos del velatorio de la madre y su posterior entierro que anuncian otros momentos del libro. El primero es la presencia del grupo de ancianos residentes que acompañan a Meursault durante toda la noche. Pueden asimilarse con los miembros del posterior jurado, ya que se mantienen aparte y en silencio, observando al protagonista. De hecho, este llega a la misma conclusión: “Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme” (p. 15). Además, todo el momento del séquito (pp. 21-24), y su nada amable comportamiento con el amigo de su madre, Tomás Pérez, recuerda al asesinato del árabe, ya que el narrador describe el mismo aturdimiento debido al sol cayendo sobre su cabeza. En ambos casos, se lleva a idéntica sensación de ausencia de sentido.
Pero, desde luego, donde resuena con fuerza el primer capítulo es en la descripción de todo el proceso de la segunda parte. Ya al abogado defensor le preocupan desde el primer momento la relación con su madre y el comportamiento durante su muerte (pp. 75-76). En el interrogatorio del juez instructor, que además está relacionada con la escena final con el sacerdote, también hay referencias a la frialdad con su progenitora. El propio Meursault parece haberse obsesionado con esa idea aun antes del juicio. Así se explicaría que en capítulo 2 de esta segunda parte se trate con tanta morosidad el recorte de periódico que el preso encuentra en su celda y en el que se narra el asesinato de un hombre a manos de su madre y de su hermana. La analogía es sencilla. Ambas mujeres matan a su familiar sin saberlo, como la madre de Meursault condenará al hijo sin ninguna intención. Más evidente aún es la relación de sentido entre la situación del narrador y el hecho, que se reitera en diversos puntos de la obra, de que el juicio posterior al suyo sea el de un parricidio. Esta relación llega a su punto culminante en el alegato del Procurador al final del juicio:
“Habló entonces de mi actitud para con mamá. Repitió lo que había dicho en las audiencias anteriores (…). Siempre según él, un hombre que mataba moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de los hombres por el mismo título que el que levantaba la mano asesina sobre el autor de sus días. En todos los casos, el primero preparaba los actos del segundo y, en cierto modo, los anunciaba y los legitimaba. ‘Estoy persuadido, señores’, agregó alzando la voz, ‘de que no encontrarán ustedes demasiado audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado en este banco es también culpable de la muerte que este Tribunal deberá juzgar mañana. Debe ser castigado en consecuencia’” (pp. 118-119).
Podríamos seguir desgranando detalles de todas las sesiones orales del juicio, pues cada testigo y cada argumento giran en torno a esta idea. No solo los primeros testigos que intervienen son el director y el portero, que nada tienen que ver con el asesinato, sino que del testimonio de María, que sí podría clarificar los momentos previos al delito, solo parece interesar si su relación empezó demasiado cercana en el tiempo al entierro o si el día siguiente a este habían ido a ver una comedia o no. Lo mismo ocurre con el interrogatorio de Raimundo, tremendamente relevante en toda la gestación del homicidio. La imagen de Meursault podría ser cuestionada solo por el hecho de mantener amistad con semejante sujeto. Sin embargo, al Procurador le debe de parecer que esto no es suficiente y vuelve a la carga con el tema de la madre (p. 111).
Pero, ¿por qué se produce semejante insistencia? En mi opinión, porque la sociedad no puede aceptar la explicación real de la muerte del árabe, que indica torpemente Meursault en su intervención final: lo mató “a causa del sol” (p. 120). No hubo un motivo sólido, fue todo propiciado por el azar y el absurdo. La madre, entonces, se convierte da un argumento a lo que carece de explicación; sirve para tranquilizar la conciencia colectiva. En el último capítulo, el de la conversación final con el capellán, el narrador afirma que ha llegado a ese punto por puro azar, pero que la sociedad le ha introducido en un engranaje del que ningún azar lo sacará. Por tanto, esta sociedad no soportaría condenar a muerte a un hombre por algo casual; tenía que convertirlo en un ser con malos sentimientos, indigno de un mundo lleno de buenos sentimientos.
De su apasionado rechazo al sacerdote al final de la obra se pueden dar grandes y profundas explicaciones relacionadas con los planteamientos filosóficos de Camus. Sin embargo, yo añadiría una más desde la perspectiva desde la que se ha desarrollado este artículo. Meursault grita al cura: “¿Qué importaba si acusado de una muerte, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre?” (p. 141). La única certeza, lo único que no resulta insustancial es la muerte: la de su madre, la del árabe, la suya, la de todos. Por lo tanto, su convencimiento de que se le ha condenado absurdamente es la única manera de vengarse de esa sociedad de buenos sentimientos que se ha atrevido, sin intención, a desafiar. De ese modo se pueden entender plenamente sus palabras finales: “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio” (p. 143).



[i] Basta con mencionar su última novela, El primer hombre. Aunque quedó inacabada, plasmaba los entresijos de su infancia y, entre otros aspectos, mostraba la relación profunda y entrañable con su madre. La propia hija de Camus confesó en más de una entrevista que la única mujer a la que amó realmente su padre fue a su abuela.

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