Nosotras, extranjeras
Nosotras, extranjeras
Te ha pasado que en la platica
con tus amigas salga al hilo de la conversación la pregunta, ¿y tú cuántos
hijos quieres tener? o que tu mamá, papá, tía, abuela, hermana, sobrina no
hallen momento para introducir el comentario “cómo me gustaría ser abuela o tía
o madrina de tu bebé” y aun cuando les has dicho hasta el cansancio que no
quieres ser mamá, no encuentras más formas de decirles que no estás interesada
en tener hijos. Sí, lo sé, también me ha pasado y es peor cuando las personas
que te juzgan de egoísta, menos mujer, rarita, inmadura o te dicen “ya
cambiaras de opinión, aún estás joven” o usan la frase, “¿qué harás cuando
estés vieja, quién te va cuidar”, pero, ¿es responsabilidad de los hijos
cuidarnos? ¿Es necesario tener hijos? Acaso no vivimos en un mundo donde existe
la libertad de elección, entonces por qué la distinción, por qué el trato como
si fuéramos extranjeras de nuestra feminidad.
Este
sentimiento de exilio pasa con Meursault, protagonista de El extranjero de Albert Camus, quien no sigue las reglas
establecidas por la sociedad y cuando le imponen algo se siente incomodo.
En ese momento el conserje entró detrás de mí. Debía de
haber corrido. Tartamudeó un poco: “La hemos cubierto. Pero desatornillaré el
féretro para que pueda usted verla”. Cuando se aproximaba al ataúd lo detuve.
Me dijo: “¿No quiere?”. Respondí: “No”. Se detuvo y me sentí molesto porque
comprendí que no habría debido decir aquello. [1]
Un hombre
que camina por la vida con la libertad de elegir cambiar o no algo en su vida.
Me explicó que iba a hablarme de un proyecto todavía muy
vago. Tenía intención de instalar una oficina en París que se ocuparía de sus
negocios allí, y directamente, con las grandes compañías, y quería saber si yo
estaría dispuesto a ir. Podría así vivir en París y viajar, además una parte
del año. […] Dije que sí, pero que en el fondo me daba igual. Me
preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Contesté que no se
cambia nunca de vida, que en cualquier caso todas valían lo mismo y que la mía
aquí estaba lejos de disgustarme. [2]
Un ser
ordinario que dice lo que siente sin ningún remordimiento de ser, pero que por
eso mismo es castigado, por no ser, desear, actuar como los demás. “Dijo que yo
no había querido ver a mamá, que había fumado, que había dormido y que había
tomado café con leche. Sentí entonces que algo indignaba a toda la sala y, por
vez primera, comprendí que era culpable.”[3]
Él habita un lugar donde la mecánica
del juego aplasta a quien no sepa jugar. “Señores del jurado, al día siguiente
de la muerte de su madre, este hombre se bañaba, iniciaba una relación
irregular e iba a reírse a un filme cómico. No tengo más que decirles”[4]
Somos un mundo donde lo importante
no son los seres sino las reglas que pesan sobre el sentido de ser. Absurdo, ¿cierto?
Me asaltaron los recuerdos de
una vida que ya no me pertenecía, pero en la que había encontrado mis alegrías
más simples y más tenaces: los olores del verano, el barrio que amaba, cierto
cielo de la tarde, la risa y los vestidos de Marie. [5]
La ruptura
del ordenamiento concebido por la sociedad dice que toda mujer debe tener
hijos, porque para eso fue concebida y si una niega esa “ley”, la relegan hasta
el sentimiento de muerte contra el que tiene que luchar y engrandecer su sentido
de vida. “Declaró que yo nada tenía que hacer en una sociedad cuyas reglas más
esenciales no reconocía y que yo no podía recurrir a ese corazón humano cuyas
relaciones elementales ignoraba.”[6]
No, no
todos queremos ser mamás o papás. No, no es necesario tener hijos para que
alguien ve por nosotras en la vejez. Tampoco es necesario que para ser exitosa,
sentirse completa y saber amar, una tenga que procrear hijos.
Lo que
considero necesario es educar hacia la libertad y diversidad de opinión, donde
lo distinto existe. Compartir la distinción,
acercarnos a lo extraño desde la inocencia, sin el juicio, aceptándolo sin
sentenciarlo al exilio.


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