Puede que Beckett. Sí, tal vez, no lo sé
Máster
de narrativa, Escuela de Escritores
Dolores
Almudéver, Febrero 2019
Tarea
6. Molloy
PUEDE QUE BECKETT. SÍ, TAL VEZ, NO LO SÉ.
*
París,
1947. La sociedad occidental y el mundo entero se
recomponen de la mayor barbarie jamás conocida. Entre 1939 y 1945,
aún fresco en el recuerdo el horror de la I Guerra Mundial, la
humanidad ha enterrado a 70 millones de muertos. Tal vez más. O
menos. Nadie sabe bien. Tampoco decir “enterrado” es correcto:
muchos no han sido enterrados en ninguna parte, solo desaparecieron
al subir a un tren de mercancías, desembarcar en un playa, defender
un frente en los bosques blancos de Rusia. Apenas han pasado dos años
desde que las bombas dejasen de caer sobre Europa y los pendones del
partido nazi fuesen descolgados de la fachada de la Ópera de París.
Aún se ejecuta a los traidores. El Frente Aliado ha vencido. Nadie
ha vencido. ¿Quién quedará entero para retomar la cotidianidad,
para reconstruir el caos, para escribir la existencia tras la hecatombe?
Aún así, o tal vez por eso, la vida intelectual regresará en su máxima efervescencia al corazón del continente europeo. En el París post Segunda Guerra Mundial se (re)encontrarán pensadores tan relevantes como Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Jean Cocteau, Michael Foucault, Jacques Derrida, Giles Deleuze.... También en la capital francesa se establecerá –como ya hiciese en 1937 siguiendo los pasos de su maestro James Joyce y después de haber trabajado para la Resistencia durante los años de la guerra– el dramaturgo y novelista irlandés Samuel Beckett (1906-1989). Sobre los millones de cadáveres y una cultura derrotada, estos filósofos, escritores y artistas de los años 50 intentarán armar el rompecabezas del sujeto moderno. O lo que queda de él.
Es en este contexto que se escribe Molloy, novela publicada en francés en 1951 a la que seguirían Malone muere (1951) y El Innombrable (1953). En estos textos, los primeros en prosa creados por Samuel Beckett tras el armisticio, el autor nos propone un juego narrativo que desafía no solo los cánones de la literatura, sino también la concepción del sujeto en relación con su entorno. Según el mismo Beckett explicó a su biógrafo James Knowlson, fue en un viaje a su Dublín natal en 1945 donde vio clara la dirección que su obra debía tomar. El autor recordaba el episodio epifánico de este manera: "Me di cuenta de que mi propio camino estaba en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en quitar; en restar más que en sumar" (Knowlson, 1997). Como Knowlson señala en su libro Damned to Fame: The Life of Samuel Beckett., a partir de esta fecha el trabajo del escritor irlandés “se centraría en la pobreza, el fracaso, el exilio y la pérdida; como él dijo, en el hombre como un "no-conocedor" y como un "no-capaz"". (Knowlson, 1997).
¿Cómo se reflejan este desconocimiento e incapacidad en Molloy? A partir de tres elementos fundamentales: la alienación del sujeto con respecto de su entorno, la insuficiencia del lenguaje para decir la "realidad" externa al sujeto, y la desconcertante relación del sujeto consigo mismo.
Tal y como se destaca en el perfil dedicado a Beckett de la Fundación Nobel, “su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial –inseguridad, confusión, exilio, hambre, privación–vino a dar forma a su escritura”. En Molloy, se presenta una existencia humana desorientada, donde el entorno, aunque no sea prescindible todavía, no representa ninguna verdad o fiabilidad. La realidad ya no reside afuera de la intimidad humana; afuera solo hay escombro: "Si uno piensa en los contornos de luz de antaño, lo hace sin melancolía. Pero ya no se piensa mucho. ¿Cómo íbamos a pensar? No lo sé". (Beckett, 9). Si algo han aprendido los hombres y mujeres de la primera mitad del siglo XX, es que todo cuanto conocen más allá de sí mismos puede tambalearse (igual que se tambalea nuestro protagonista por parajes imprecisos, a lomos de una bicicleta pintada de verde) y desaparecer de la noche a la mañana.
De acuerdo con el estudioso Rubin Rabinovitz, “Las técnicas usadas en la escritura de Samuel Beckett a menudo corren en paralelo a aquellas desarrolladas por lo pintores no representivos del siglo XX. Como ellos, Beckett rechaza la noción de que la función primaria del arte sea la de retratar objetos que existen en el mundo externo”. Por el contrario, sus personajes “confían en su impresión del mundo externo, y la poca realidad que asimilan nace del resultado de la introspección. Las descripciones beckettianas de lo externo son materiales en bruto para construir metáforas del mundo interior”. De este modo, en la primera parte de novela seguimos el merodeo de un Molloy (¿quién es Molloy?) que avanza y retrocede sin saber por dónde discurren sus pasos: "Porque ignoraba si seguía el buen camino. Normalmente, todos los caminos eran buenos para mí. Pero para ver a mi madre sólo había un buen camino, el que llevaba a su casa, o uno de los que llevaban a su casa, porque no todos los caminos llevaban a su casa". (Beckett, 41). Si el lector necesita más referencias o precisión, tal vez lo suyo no sea el arte abstracto, no lo sé, juzguen ustedes.
En cuanto a la capacidad del lenguaje para decir, para decirnos y decirse, en esta novela se pone de relevancia la incompetencia de los signos para recoger y plasmar nuestra existencia. Molloy nos advierte ya desde las primeras páginas que ha olvidado "la ortografía, y la mitad de las palabras. No parece que esto tenga mucha importancia. Vale." (Beckett, 8). En un mundo exterior donde cada pieza de realidad (¿qué realidad?, bueno, quizá no sea eso) ha sido destruida, también se deconstruye ahora el propio lenguaje. Existe una imposibilidad de contar o relatar el entorno, del mismo modo que es imposible contarse a uno mismo. Para Afnan Ghazi, se trata de una "escritura experimental" que supone un "ataque a la tradición realista" para "centrarse en los componentes esenciales de la condición humana".
Así sucede, por ejemplo, cuando nuestro narrador intenta encontrar las palabras exactas para describir una noche suspendida en el tiempo. "No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree querer decir, y decirlo siempre, o casi, esto es lo que importa no perder de vista, en el calor de la redacción" (Beckett, 37). Y, sin embargo, al mismo tiempo, su no-decir, su indecisión, su no-saber-decir-y-digo se llena de lirismo y quedamos atrapamos dentro de una zanja en "la pequeña noche en la que nacen, llamean y se extinguen manchas de claridad, alternativamente vacías y pobladas, como llama de excrementos de santos" (Beckett, 37).
Las limitaciones y límites del lenguaje se aprecian también en la segunda parte de la novela, protagonizada por Jacques Moran (¿quién es Jacques Moran?). Como en un círculo del que no se puede escapar, finito y cerrado como lo son las palabras (como la vida humana), el relato acaba solamente para volver al inicio y negarse a sí mismo. Así, Moran escribe, como hiciera al principio: "Entonces entré en casa y escribí Es medianoche. La lluvia azota los cristales" (Beckett, 243), para en la misma línea afirmar que "No era medianoche. No llovía". ¿Entonces, en qué quedamos? No lo sé, el lector no sabe, quién sabe ya si tampoco el autor, puede que el autor, Guerras Mundiales en plural, qué más da.
Por último, como hemos apuntado anteriormente, cabe resaltar que el sujeto beckettiano, que (se) narra en primera persona, se sorprende a sí mismo, se deconstruye y se (en)(des)cubre ante su propia consciencia y ante el lector. Igual que sucede con aquello que lo rodea, la noción del propio cuerpo es difusa. Él mismo es una ruina: lisiado, errante, moribundo. En palabras de Ghazi, predomina en el texto un sentimiento "de fragmentación e inestabilidad", reflejo de "una psique rota (...) por una pérdida de identidad y un trauma existencial". En esta situación, ¿qué queda seguro, tangible, innegable? Alguna alondra, tal vez. O una bicicleta o los excrementos de los santos o tampoco eso. Ha llegado la hora de dejar de fingir, también en literatura: ningún hombre sabe, ningún hombre puede estar seguro de nada ahora, después de que el edificio de la cultura occidental haya volado, literalmente, por los aires.
Dice Molloy que "no todo hay que mencionarlo en su momento, sino más bien escoger entre las cosas que no merecen ser mencionadas y las que todavía lo merecen menos" (Beckett, 56). Es posible que ya nada merezca ser mencionado, sí. Nada ya. O todo aún. Puede que Beckett, todavía.

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