Que la realidad no nos arruine un buen titular
Máster
de narrativa, Escuela de Escritores
Dolores
Almudéver, Febrero 2019
Tarea
5. El extranjero
Que la realidad no nos arruine
un buen titular

Hace unos
meses, después de haber ocupado las portadas de todos los periódicos
y haber protagonizado con su caso multitud de programas televisivos,
Ana Julia Quezada, acusada del asesinato del niño Gabriel Cruz,
enviaba dos cartas desde la cárcel a la presentadora Ana Rosa
Quintana. Lejos de evitar su difusión y ahondar en el morbo y la
frivolidad, la famosa periodista leyó ambos mensajes desde una mesa
donde seis tertulianos iban a analizar a continuación, con una saña
pasmosa, el texto de Quezada.
En la primera de las cartas, Quezada se quejaba del trato recibido por la prensa y se reafirmaba en sus declaraciones anteriores: “¿Mi versión de los hechos? Fue un accidente y siempre lo diré porque es la verdad”. Exponía que no podía justificar sus acciones, pero explicaba su falta de motivación para cometer el crimen y ocultarlo durante semanas (“Me asusté mucho, el miedo bloquea y actué así”), y pedía perdón a la familia de la víctima. Decía, además, que debido al trato recibido por el sistema judicial y las fuerzas del orden, la llegada a prisión le había parecido “el cielo”.
En la segunda
carta, la acusada explicaba cómo le había sobrecogido ver por
televisión, ya desde el centro penitenciario, que en un pueblo
andaluz los vecinos habían cogido a “una muñeca de plástico
negra”, para ponerla en una plaza y quemarla “como si me quemaran
a mí”. Entendemos, además, que este acto había sido llevado a
cabo sin que hubiera ninguna consecuencia para la vecindad. Quezada
apuntaba a que esas imágenes reflejaban "racismo y xenofobia",
y que nunca en España había visto algo similar respecto a un
acusado de piel blanca. Además, señalaba que los vecinos eran
plenamente conscientes de sus actos, si bien ella había actuado sin
querer.
Independientemente
de la culpabilidad o no de Quezada, de su personalidad desequilibrada
o todo lo contrario (no tenemos herramientas para elaborar un
diagnóstico, ni sabremos nunca si actuó con alevosía o, como ella
afirma, se trató de un terrible infortunio), es innegable que una
cuestión nuclear en referencia a este caso reside en el
trato
hacia la asesina confesa por parte de los medios y la sociedad
española; en tanto que este trato refleja de manera clara la
prominente necesidad de un relato coherente y compacto, sin matices
ni grises, sobre el que sostenemos nuestro pensamiento occidental y,
por tanto, nuestro sistema judicial.
Del mismo modo que le sucede al personaje protagonista de El extranjero (1942) de Albert Camus, la acusada parece estar al margen del proceso que la juzga, queda a expensas de las fuerzas del orden y el sujeto acusado se convierte, inmediatamente después de su crimen, en un lienzo pasivo sobre el que opinión pública, jueces y fiscales pintan un retrato que debe ajustarse, por necesidad, al de un villano de cómic.
Así, entre
línea y línea de las cartas de Quezada, en el programa de AR una
voz en off iba añadiendo con tono mordaz comentarios del tipo “Se
victimiza a sí misma” o “Sí, llega a comparar la muerte de un
niño de ocho años con la quema de un muñeco”. Finalmente, el
vídeo se preguntaba, “tras examinar detalladamente” las dos
cartas, cuál era “la verdadera Ana Julia: la educada y correcta de
la primera carta o la visceral y victimista de la segunda”. De
vuelta a la mesa del plató, la presentadora iniciaba el debate con
un escéptico “Cuando dice que ellos [los vecinos que quemaron la
muñeca] lo hicieron queriendo, ¿qué quiere decir? ¿Que ella lo
hizo sin querer también? Que esa es su teoría que intenta que nos
creamos”. En ningún momento se hacía referencia a cuestiones
harto preocupantes señaladas por la propia acusada, como los
comentarios vejatorios y racistas recibidos por parte de los guardias
que la detuvieron, o la quema de un muñeca negra atada a un árbol
en una plaza pública. Descartada quedaba totalmente, como es obvio,
su inocencia.
Si bien en la novela de Camus el personaje ni siquiera necesita justificarse ante los demás ni mostrar una emoción que no siente genuinamente, sí se confiesa a sí mismo que en un momento del juicio siente, ante el interrogatorio del fiscal, "un deseo estúpido de llorar, porque comprendí hasta qué punto toda aquella gente me detestaba" (Camus, 93). En este sentido, como en el proceso de Quezada, el sistema se une para humillar y desproveer de humanidad a un sujeto. Este es juzgado no solo por sus crímenes, sino también por actuar de un modo diferente o ser diferente. En el caso de Meursault, esta otredad viene marcada por su actitud frente a la muerte de su madre; mientras que en el caso de Quezada su condición de extranjera y otra no es metafórica sino literal. Ambos comparten, por otro lado, un carácter frío y distante que choca con la emocionalidad manifiesta aceptada socialmente. Son culpables de matar, pero también de no llorar y de no derrumbarse frente al dedo acusador.
De este modo,
en este escenario los significados de verdad y falsedad se diluyen, y
la narrativa del asesino o asesina (ahora meros espectadores) queda
en manos ajenas. No se trata de dilucidar cómo acontecieron los
hechos realmente (fuera el sol cegador o fuera un accidente) o llegar
a una comprensión profunda de la psicología de los acusados (una
rabia largamente contenida, un vacío existencial donde ningún acto
humano tiene sentido); sino que todos los mecanismos que dan cohesión
a la sociedad tal y como la conocemos se ponen al servicio de la
creación de un arquetipo al que condenar. La verdad y la mentira,
amalgamadas, a merced de un buen relato.
CAMUS, A. (2002). El extranjero. Madrid: Alianza Editorial.



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