La muerte en Venecia: consejos para el "buen" escritor - Aitor Díaz



1.     Resumen

La muerte en Venecia (Thomas Mann, 1912) es una es una obra literaria volcada en la eterna búsqueda de la belleza. Es una oda a lo sensible, a lo emotivo, al deseo; una oda que lleva a su protagonista, el creador Aschenbach, a replantearse los cimientos de su laureada carrera como escritor, y que lo conduce a un viaje por las fronteras de su raciocinio. La muerte en Venecia (Thomas Mann, 1912) es una novela que encierra multitud de símbolos, metáforas, e interpretaciones, como lo son la ciudad flotante asediada por la peste, o la pureza febril del efebo Tadzio, pero el presente articulo dejará de lado estas figuras para centrarse en las características que, según Mann, debe poseer el buen artista. A través de las siguientes líneas se pretenden extraer “los consejos de escritura” incluidos en la novela de Thomas Mann (1875-1955), y para ello se analizarán algunas de las citas que el autor incluyó al respecto en su novela.

Palabras clave: Venecia, Thomas Mann, sensible, racional, Tadzio, Aschenbach. 

2.     El escritor racional
Los siguientes pasajes se encuentran ubicados en la primera parte de la novela, antes que el poeta Aschenbach emprenda su viaje a Venecia y se deje llevar por su parte sensible. Estos primeros “consejos” —o características del buen escritor— obedecen a la parte racional con la que el creador debe mediar para que su producción sea autoconsciente y disciplinada.

      i.         Empieza el día temprano. El escritor racional, el escritor metódico y disciplinado, empieza su día temprano, pues son esas horas las más lúcidas y provechosas. Empezando así, nada más despertar, también se aprovechan las ideas y los conceptos acumulados en la mente durante el periodo onírico.

 “(…) él empezaba el día temprano, dándose duchas de agua fría en el pecho y la espalda; y tras encender dos largos cirios en los candelabros de plata que flanqueaban su manuscrito, ofrendaba al arte, en dos o tres horas de ferviente y meticulosa dedicación matinal, las fuerzas acumuladas durante el sueño.” (La muerte en Venecia, Página 29, Pocket/Edhasa)

     ii.         Acumulación. El escritor prolífico confía en la acumulación de horas de trabajo. Distribuye su cuota de palabras a lo largo de la jornada, en breves intervalos, de modo que, si bien dedica el mayor esfuerzo cuando la lucidez es más intensa (posiblemente al despertar), confía en estos periodos de concentración para llevar a cabo su obra.

“(…) el que los profanos considerasen el universo de “Maya” o los frescos épicos que le servían de fondo a la heroica vida de Federico, como el producto de una concentración de energías y de una labor dilatada, cuando esas obras debían su grandeza más bien a la acumulación, repartida en breves jornadas de trabajo, de cientos de inspiraciones sueltas, y solo eran tan perfectas en cada detalle porque su creador, con una fuerza de voluntad y una temeridad muy similares a las que conquistaron su provincia natal, había aguantado años sometido a la tensión de una sola y misma obra...” (La muerte en Venecia, Página 30, Pocket/Edhasa)

                        iii.      Heroísmo atemporal. No hay lugar para la desesperación en la mente del escritor. Escribe más allá del éxito o del fracaso, más allá de las críticas o las palabras amables de sus allegados. El escritor escribe, ese es su oficio, escribir es su pasión, y lo hace por encima de la debilidad, y los obstáculos asociados a sus circunstancias personales.

“Gustav Aschenbach era el poeta de todos los que trabajan al borde de la extenuación, curvados bajo la excesiva carga, exhaustos, pero aún erguidos; de todos esos moralistas del esfuerzo que, endebles de constitución y escasos de medios, logran, al menos por un tiempo, producir cierta impresión de grandeza y someter su voluntad a una especie de éxtasis.” (La muerte en Venecia, Página 32, Pocket/Edhasa)

“Porque el arte era una guerra, una lucha agotadora para la cual los hombres de hoy ya no servían.” (La muerte en Venecia, Página 95, Pocket/Edhasa)

                        iv.      Paradigmática solidez. El escritor racional es capaz de formalizar su estilo. Ya no es presa de los alardes de la pasión, o de la impaciencia de la juventud. Es dueño y señor de su escritura, y es capaz de corregirla y refinarla a su voluntad. No necesita utilizar expresiones vulgares para llamar la atención del lector, y es capaz, a través de su esfuerzo y dedicación, de refinar el uso formal que hace del lenguaje.

“Cierto tono oficial y pedagógico se fue infiltrando con el tiempo en la producción de Gustav Aschenbach; su estilo se había liberado, en los últimos años, de las audacias imprevistas (…), decantándose hacia una especie de paradigmática solidez, de trasfondo tradicional bien pulimentado, conservador, formal y hasta formalista.” (La muerte en Venecia, Página 34, Pocket/Edhasa)

                         v.      Escribir sin escribir. El escritor racional trabaja en todo momento. No necesita de ordenador, o papel y bolígrafo. Escribe sin escribir, imagina mientras prepara la comida, planifica mientras compra en el supermercado, y luego, cuando por fin consigue sentarse en su escritorio, cafetería, o su biblioteca predilecta, plasma las ideas acumuladas en su mente. 

“Al volver le pareció que ya era hora de cambiarse para la cena, y lo hizo con esa meticulosa lentitud ya habitual en él, pues tenía la costumbre de trabajar mientras se arreglaba.” (La muerte en Venecia, Página 51, Pocket/Edhasa)

                        vi.      Apreciar la inmensidad. Dada la intensa carga creativa a la que se ve sometido el escritor, es necesario que se también se permita ligeros momentos de abstracción. Y para ello nada mejor que dejarse caer en la inmensidad; la inmensidad del mar, de un cielo con o sin estrellas, de una montaña, de un bosque en silencio, de una duna interminable. Lo simple e inmenso procura un descanso inconsciente tan necesario como placentero.

“Amaba el mar por razones profundas: por la apetencia de reposo propia del artista sometido a un arduo trabajo, que ante la exigente pluralidad del mundo fenoménico anhela cobijarse en el seno de lo simple y lo inmenso…” (La muerte en Venecia, Página 58, Pocket/Edhasa)


3.     El escritor sensible
De igual modo que el autor necesita de su parte racional para generar su obra, también ha de ser consciente de la existencia de los impulsos sensibles. En la novela de Thomas Mann, un poeta ya maduro, de renombre, cae enamorado de la inocencia de un adolescente. Este efebo, como él mismo lo llama, no es más que un interruptor que activa su deseo, y lo pone en contacto con la sensibilidad que había encerrado en su ser durante la mayor parte de su vida. En esta parte de la novela, Aschenbach se deja llevar por las emociones, deja de preocuparse por los convencionalismos formales de su obra, y se vuelca en la búsqueda del espíritu a través de lo sensible. Y es en esta parte de la novela donde el lector puede encontrar, escondido entre sus líneas, los “consejos para el buen escritor sensible”.

      i.         La llamada de la musas. El escritor sensible está siempre alerta, pendiente de sus eclosiones de inspiración. Observa el mundo con sus sentidos. Contempla, huele, oye, saborea, toca, y cuando por fin recibe la llamada de Eros, dispone del espíritu de ánimo adecuado para atenderla.

“(…) una figura humana cortó de pronto la línea horizontal de la orilla; y Aschenbach (…) vio al bello adolescente surgir por el lado izquierdo y pasar ante él sobre la arena (…) Aschenbach se sintió a la vez conmovido y serenado, es decir: dichoso (…) Aschenbach prestó oído con cierta curiosidad, sin poder captar más que dos melodiosas sílabas, algo así como «Adgio» o, con más frecuencia, «Adgiu» (…) La sonoridad del nombre le gustó; encontró que armonizaba con su objeto y lo repitió en silencio antes de concentrarse, satisfecho, en sus cartas y papeles.” (La muerte en Venecia, Página 60, Pocket/Edhasa)

     ii.         Imagen y espejo. Con las emociones en guardia, el escritor sensible es capaz de interiorizar los reflejos que la realidad produce en él e incorporarlos en su obra. Las imagines especulares que capta son más vivas que esa realidad de la que son consecuencia; la luz brillará de forma más intensa, los colores serán más vivos, y las ideas resultarán más frescas y mordaces.

“(…) sus axilas todavía eran lisas como las de una estatua, las corvas brillaban y la azulada red venosa hacía aparecer más diáfana la materia de la que estaba hecha su cuerpo. ¡Qué disciplina, qué precisión en las ideas se expresaban a través de ese cuerpo cimbreño y juvenilmente perfecto! Pero la voluntad pura y severa que, operando en la oscuridad, había logrado sacar a la luz esa estatua divina ¿no le resultaba acaso a él, el artista, algo ya familiar y conocido? (…) ¡Imagen y espejo! ” (La muerte en Venecia, Página 77, Pocket/Edhasa)

   iii.         Transmutación del pensamiento. El escritor persigue la transmutación de sus pensamientos en emociones. Concentra sus esfuerzos en la consecución de lo sensible a partir de los gérmenes del raciocinio.

“(…) Razón de dicha es para el escritor el pensamiento capaz de transmutarse, todo él, en sentimiento, y el sentimiento capaz de devenir, todo él, en idea. ” (La muerte en Venecia, Página 80, Pocket/Edhasa)

   iv.         Evasión. Para rozar la etérea materia que atañe a los sentimientos el escritor escribe evadido de si mismo y de sus pensamientos. Se deja llevar por su inspiración, por los reflejos evocadores de la realidad, por las musas, y da rienda suelta a su energía emocional. Libera su yo espectral, y le confía la tarea creadora.

“Para quien está fuera de sí nada aborrece tanto como volver en sí mismo.” (La muerte en Venecia, Página 109, Pocket/Edhasa)

     v.         La seducción del caos. El escritor sensible se deja llevar por el caos. En lugares donde la presencia de la razón se ha visto mermada por circunstancias sociales o ambientales, el escritor se siente impelido a desarrollar su obra. La razón le exige que abandone dichos lugares, pero su instinto lo lleva a ignorar las amenazas físicas y mentales.

“La imagen de la ciudad asolada e indefensa flotaba confusamente en su espíritu y encendía en él esperanzas inconcebibles, de monstruosa dulzura que iban más allá de la razón (…) ¿Qué podían importarle ahora el arte y la virtud frente a las ventajas del caos? Calló, pues, y se quedó. (La muerte en Venecia, Página 109, Pocket/Edhasa)


   vi.         El camino del conflicto. La búsqueda de la belleza lleva al escritor a cuestionarse a si mismo de forma perpetua. Se pregunta si es posible alcanzar la belleza absoluta, si con ella es posible rozar la claridad del espíritu, y si ese camino, trazado a expensas de la razón, no será contrario a la búsqueda de la sabiduría. Este conflicto en si mismo transforma su prosa, la rebela, y lo acerca a esa belleza que tanto ansía, aunque puede que lo aleje de los cánones estéticos y culturales en los que se desenvuelve.  

“Porque la belleza, Fredo, tenlo muy presente, sólo la belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fredo, el camino del artista al espíritu. Pero, ¿crees acaso, querido mío, que algún día pueda obtener la sabiduría y verdadera dignidad humana aquel que se dirija hacia lo espiritual a través de los sentidos? ¿O crees más bien que es éste un camino peligroso y agradable al mismo tiempo, una auténtica vía de pecado y perdición que necesariamente lleva al descarrío?(…) ¿Comprendes ahora por qué nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? (La muerte en Venecia, Página 117, Pocket/Edhasa)


4.     Conclusión
A través de los extractos expuestos, Thomas Mann instruye al lector acerca de las características del escritor racional y el escritor sensible. En el caso de La muerte en Venecia (Thomas Mann, 1912), se trata, efectivamente, de un poeta, pero las características señaladas a lo largo de la novela bien podrían ser aplicables a un pintor, a un escultor, o a un cantante. Todo acto creativo se basa en la combinación de la lucha racional del autor con sus propios espasmos sensibles, por lo que los rasgos señalados por Thomas Mann a lo largo de su obra resultan tan aplicables como reveladores. 

“Allí estaba el contemplador, sentado, como esa primera vez en que, devuelta desde aquel umbral, la mirada gris crepuscular se cruzara con la suya (…) Tuvo, no obstante, la impresión de que el pálido y adorable psicagogo le sonreía a lo lejos, de que le hacia señas (…) Lo llevaron a su habitación, y, aquel mismo día, un mundo respetuosamente conmovido recibió la noticia de su muerte.”  (La muerte en Venecia, Página 117, Pocket/Edhasa)


5.     Bibliografía

·      Mann, Thomas (1912): La muerte en Venecia.

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