Miradas sobre "La muerte en Venecia"

Sonsoles García-Albertos Torres

Thomas Mann. La muerte en Venecia.

Ediciones Destino. 1979

Trad. Francisco Oliver Braschfeld

La novela La muerte en Venecia, de Thomas Mann, nos enfrente a la inevitable revisión que hace el protagonista de su vida pasada a través de la nueva lucidez que adquiere, quizás, justo al ver acercarse su propia muerte. Gustav Aschenbach, mirando a Tadzio, transforma lo vivido hasta entonces, y es su forma de mirar al joven polaco la que destruye el sentido de todo lo anterior, como si llevara unas gafas que se le caen al agua nada más llegar a Venecia. Gustav se libera a la vez que se deja corromper por el deseo en una ciudad que ya a principios de siglo era el parque temático de la belleza que es hoy día, de una belleza decadente o anclada en el pasado o, en cualquier caso, piedra muerta, como será el protagonista; una Venecia que acepta su destino comercial hasta el punto de la mentira institucionalizada para no perder a los turistas, sin cuya mirada no existe. Gustav da sentido a Tadzio al contemplarlo con el éxtasis que se mira a una obra de arte, si bien esa forma de mirar se corrompe hacia el deseo sexual, igual que Venecia se infesta de cólera.
La novela es la historia de la transformación de la mirada de Aschenbach, que primero se dirige hacia fuera y se enfoca a través de la belleza intelectualizada, la belleza contemplativa, la belleza de la perfección de la forma, la belleza incuestionable como una estatua griega, la belleza como sinónimo del arte puro, y poco a poco, como si giráramos el objetivo de la cámara, cambia el foco, y las líneas que antes eran nítidas y configuraban una imagen tan universalmente apreciada como muerta, se emborronan y dejan surgir detalles a los que solo la mirada propia de Aschenbach puede dotar de significado. Porque la mirada de cada uno nos define al mirar hacia afuera, porque lo que vemos lo vemos como somos, porque ni Tadzio ni Venecia pueden existir para Gustav Aschenbach sin que sus ojos les den vida, porque nuestro interior impregna de tinta indeleble las imágenes que nos penetran.
Lo que vemos dentro de uno duele. Y frustra. Y cuesta aceptarlo porque no hace más que aumentar nuestra distancia hacia el otro (y hacia los otros anteriores a la revelación de nosotros mismos) como diferencia entre nuestras percepciones. El descubrimiento de esta belleza perturbadora (que Gustav podría denominar fealdad verdadera), ilumina su interior y sacude al protagonista hasta el punto de no huir de la muerte.
La elección de Venecia como escenario para esta historia  no es casual: la ciudad en sí está compuesta por una fachada incuestionable de la plaza de San Marcos y sus aledaños y esconde entre sus callejuelas, según te alejas del mar, los edificios torcidos, el olor del agua estancada, los desconchones y la enfermedad, tanto moral como física. Como los turistas, Gustav viaja hasta allí para verse reflejado y, en su caso, Venecia le acaba devolviendo una imagen de él mismo que no se esperaba. Venecia, un espejo impertinente y grotesco, como el agua de sus canales. Y la transformación de Gustav Aschenbach, el paso a la vida consciente de los deseos inconscientes, ha sido posible por su actitud completamente pasiva y sin resistencia alguna hacia lo que la vida, en ese último viaje, le ha expuesto delante. Se ha entregado a la percepción visual sin gafas o sin cámara de fotos o cuaderno de dibujo, sólo con sus ojos, y la imagen de Tadzio, al penetrar en su psique, ha hecho el trabajo de revelarle quién es. Porque el joven polaco es sólo un objeto visual: ni habla, ni huele ni es percibido en ningún momento a través de otros sentidos como pudiera ser el tacto.
El libro se publicó en 1912 y Visconti estrenó una película magistral basada en esta novela en 1971. En esos casi sesenta años, nuestro mundo se transformó más que en cualquier otro periodo de la historia y tanto las dos guerras mundiales como el desarrollo tecnológico transformaron nuestra mirada: el cine, la televisión, la reproducción asequible de imágenes, la fotografía al alcance de cualquiera y el auge del turismo de masas cambiaron el medio fundamental por el que recibíamos la ficción que nos alimenta: hemos hecho en esos años el recorrido desde la palabra escrita a la omnipresencia de la imagen (con o sin palabras, con o sin música). Y las guerras mundiales, incomprensibles para el ser humano, despertaron una ansiosa búsqueda de sentido y trascendencia en todas cosas en las que nos proyectamos, grandes o pequeñas.
La película da respuesta a estas y otras nuevas demandas (y gustos) que fueron surgiendo en los receptores desde la publicación de la novela. Visconti abandona la estructura lineal para llenarse de flasbacks, de manera que la acción comienza antes (el hombre actual es impaciente debido a su hiperconsciencia de lo limitado y frágil que es su propio tiempo). Nos muestra escenas muy anteriores al viaje de Gustav a Venecia que dan luz sobre el porqué de su estancia allí y sobre qué ocultaba en su interior (la pérdida de la hija, la relación sexual fallida con la prostituta...) y nos enseña un Tadzio más activo, que interacciona con Gustav y, según nuestra mirada, podría llegar a decirse que lo provoca; de esta manera se satisface el deseo de conocer las causas de lo que se nos cuenta y se ahuyenta la abrumadora responsabilidad que supone asumir que todo lo que nos pasa, sucede dentro de nosotros mismos, sin apenas correspondencia con los estímulos exteriores. Y por supuesto, al ser un medio principalmente visual, nos facilita mirar, no nos describe una mirada, nos la muestra. El cine elimina la palabra como intermediaria entre lo que hay y lo que ve Gustav.
¿El libro? ¿La película? Sin duda, los dos, porque juntos nos cuentan el cambio que el siglo XX ha experimentado nuestra mirada hacia las obras de ficción.


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