Reproducción del discurso en Los excluidos, de Elfriede Jelinek: la monotonía disimulada








Montserrat Iglesias Berzal


JELINEK, Elfriede. Los excluidos. Barcelona: Debolsillo, 2016, 250 p.

Tengo un primo cura. Es un hombre de una cultura apabullante y de una inteligencia fina y analítica; fría y precisa como un escalpelo. Eso siempre me ha parecido compatible con su condición religiosa. Pero mi primo cura tiene también un punto de cinismo irónico o de ironía cínica que resulta francamente desconcertante. Hace mucho tiempo, cuando yo era una adolescente y mi primo solo una promesa del seminario, tuvimos una conversación, que yo pretendía que fuese profunda, sobre la posibilidad de que exista armonía entre los seres humanos. Yo intentaba argumentar que cuanto más se conoce a alguien, más se le podrá amar. Mi primo me escuchaba en silencio mientras yo hablaba. De repente, me interrumpió y dijo: «No, Montse, cuanto más se conoce a alguien es muchísimo peor». No sé si mi primo cura compartirá esta opinión con respecto a los libros, pero define muy bien lo que me ha ocurrido con Los excluidos, de Elfriede Jelinek: en una primera lectura me gustó mucho, pese a su evidente tendencia al efectismo, pero en el segundo repaso de la obra rastreando la forma en la que Jelinek reproduce las voces de sus personajes, me ha aburrido mortalmente, por lo que aquí sí que ha sido peor conocer a este «alguien» demasiado.
Elegí el tema no solo porque me llamase la atención la manera de plantear los parlamentos de los personajes en la novela, sino, además, porque había leído que, cuando se concedió el Nobel a la autora austriaca en 2004, este fue uno de los aspectos que destacó la Academia Sueca de sus libros: «el fluir musical de voces y contravoces en sus novelas y obras, que con extraordinario celo lingüístico revelan lo absurdo de los clichés de la sociedad y su subyugante poder». No conozco el resto de la producción de Jelinek, por lo que no puedo saber si el sistema que utiliza aquí la novelista es similar o distinto al resto de sus novelas, pero, si todos los libros de la narradora son como este, siento no compartir la opinión del más prestigioso jurado literario.
Los excluidos narra la historia de cuatro adolescentes vieneses —el obrero Hans, los mellizos de clase media Rainer y Anna y la adinerada y aristócrata Sophie— trastornados por el entorno mezquino y enfermizo de unos adultos que intervinieron de manera activa, desde posturas ideológicas opuestas, en la Austria nacionalsocialista y en la II Guerra Mundial —los padres de los mellizos (el depravado e inválido oficial de la SS Otto y su sumisa mujer Marguerette) y la madre socialista de Hans—. Todas estas voces son las que se escuchan en la novela[i], pero no de una forma convencional, sino que la autora las inserta dentro del párrafo destinado al discurso del narrador. La idea de no diferenciar tipográficamente el discurso de los actores, sea directo, indirecto, indirecto libre o soliloquio, y de no ordenarlo claramente me parece un acierto de primer orden, ya que transmite esa idea de caos que requiere tanto la trastornada psicología de los personajes como en el mundo desquiciado, incomprensible y confuso en el que viven. Otra idea que surge de la manera en la que la autora tiene de reproducir el discurso es que, en el fondo, pese a todo lo que hablan los personajes, hay una falta esencial de comunicación. Al distanciar sus palabras con este tipo de recursos, también los distancia entre ellos y siempre parece como si estuviesen hablando solos y su interlocutor fuese el vacío. El problema es que también aleja al lector de los personajes. Puede ocurrir entonces —a mí me ha pasado en la segunda lectura— algo letal para que persista el atractivo de lo que se cuenta: no nos interesa realmente lo que dicen esas figuras que se nos hacen, de repente, como de cartón piedra. Más allá del envoltorio de historia aparatosa en la que nos encontramos, conocida ya la barbaridad siguiente, se impone la sensación de monotonía.
Centrándonos en la forma específica en que se reproduce el discurso, se observa que donde más variedad de recursos se encuentra es en el tipo de intervención más frecuente en el libro: el estilo directo. Al comienzo de la novela es habitual el uso del recurso teatral de incluir el nombre del personaje y dos puntos:
Anna: Representamos una libertad que elige, pero nosotros no elegimos ser libres. Estamos condenados a la libertad. Cuando te miro a ti, mamá, constato que es cierto. Estar abandonada en la libertad es lo que a ti te sucede (p. 38).
Rainer: Oye, Sophie, he vuelto a escribir una poesía que habla de ti. Sophie: Que es lo único que, en realidad, estacas sobre los demás, ya que, muy a tu pesar, no dispones de otros medios materiales que te ayuden a elevarte sobre la gran masa (p. 59).
Una variante del mismo recurso consiste en incluir el nombre entre paréntesis:
Desnúdate, quiero hacerte mío inmediatamente (Anna).
Entonces, escucharé el disco nuevo más tarde (Hans) (p. 151).
Ambos estilos generan una sensación de extrañamiento, además de aportar un aire postmoderno a la obra con este cruce de géneros. Pero el máximo nivel de distanciamiento se consigue cuando las páginas muestras diálogos inexistentes:
Espera a que crezcamos, mamá, entonces haremos lo mismo contigo y cosas aún peores (p. 45).
No obstante, Jelinek se da cuenta que la inclusión de los nombres de forma tan artificial para el texto narrativo acaba pesando en el estilo. Por ello, según avanza la historia y el lector se acostumbra a esa manera de mezclar voces de personajes con voz de narrador, Jelinek abandona ambos recursos (sí se mantienen las conversaciones inventadas). Hay que reconocer que la autora acierta, pues se gana en fluidez y consigue, además, resultados en los que no hay nada confuso, lo que no deja de ser tremendamente meritorio:
Venga, Sophie. Métete en el barro para acercarte lo más posible. La verdad es que prefiero no hacerlo porque soy amante de los animales. Yo misma cepillo mi caballo. Tienes que hacerlo porque si no te excluimos antes de haber entrado. Os encuentro verdaderamente infantiles, os pasáis la vida haciendo el indio, ¿qué culpa tiene el gato? Eso da igual. Date prisma, tenemos que coger el autobús. Bueno. Entonces lo haré. Menos mal que he traído esparadrapo. Estoy pensando en mi yegua preferida, Tertschi, ella también es un animal. No nos servirá la mansedumbre para el futuro, así que ya lo sabes, Sophie (p. 89).
Entonces, ¿cuál es el problema? El que se puede ver en todos los textos reproducidos más arriba —por eso no le he ahorrado ni un solo ejemplo al abnegado lector de este artículo—: el discurso oral no suena como si lo fuese. Aunque sepamos que nada tiene que ver el diálogo literario con el real, el lector necesita para creérselo cierto toque de naturalidad. Pese a que, como diré más adelante, hay una intención artística en este estilo artificioso, un discurso tan organizado me parece poco compatible con la idea de generar la sensación de caos. Solo se aprecia una mayor naturalidad en las múltiples escenas que reproducen encuentros eróticos, aunque no en todas, y en alguna ocasión en la que hablan los dos hermanos en soledad. Por ejemplo, cuando Rainer se encuentra un viejo cuaderno con convicciones de su niñez y se lo lee a su hermana:
¡¿Queopinasdetodoestoanna?! Condiciones necesarias: a) conocimientos óptimos de química, matemáticas, física y de doctrina cristiana, y b) conocimientos de alemán, inglés, ruso y francés. Ojalá logre (gritos y risas) mantener siempre la modestia y la humildad, pero no (no, no, no, eso no) para ganarme el favor de quienes en algún momento pudieran causarme problemas o de los que, en algún momento dado, pueda aprovecharme yo, aunque actúen en contra de mis ideales. Y todavía necesito: a) autodisciplina (chillidos y risas), y en esto los dos hermanos caen revoltosamente uno sobre otro, escupiéndose al reír. Y lo que te acabo de citar debía ser un proceso que se realizara a través de una continua reflexión acerca del mundo circundante, ¿teimaginasquehayapodidoescribirestoalgunavez? (p. 173).
En cuanto al discurso indirecto, a la artificiosidad se le añade la monotonía. De igual manera no se sabe del todo si esta pesantez se busca intencionadamente, pero no tiene consecuencias positivas, o si ha surgido por falta de pericia. Hay capítulos completos diseñados en estilo indirecto, como toda la conversación de Rainer, Sophie y Anna en los viñedos, en la que Sophie intenta convencer a Rainer de que pongan una bomba y Rainer cree haber convencido a Sophie para no hacerlo (pp. 224-227). Si el arte moderno parece obsesionado por borrar las marcas del narrador, Jelinek parece que se esfuerza por subrayarlas:
Rainer manifiesta que el tenis le parece una tontería y que prefiere probar con el golf. Su tío de Inglaterra (que no existe) juega al golf. Hans declara no conocer dicho juego y Rainer le contesta que ni falta que hace, puesto que no lo va a necesitar.
Sophie piensa, y así lo expone, que el excesivo énfasis que se pone sobre el libre albedrío y la individualidad reconduce al cristianismo.
Rainer, que todavía no ha superado el cristianísimo y mantiene frecuentes conversaciones con curas, le pide que no hable de una manera tan irreverente acerca de Dios, ya que todavía no ha llegado a la conclusión definitiva de que no exista. Además, de niño solía ayudar a misa.
Acto seguido, Rainer se dispone a comentar el concepto de libre albedrío en el hombre, a lo que Sophie contesta que un intelectual es capaz de seguir defendiendo cosas semejantes incluso cuando se está muriendo de hambre pp. 60-61.
Por esa obsesión de hacer aparecer al narrador, no extraña que se recurra de manera habitual al resumen del discurso:
En realidad, Rainer sabe hacerlo mucho mejor. Abre violentamente las esclusas de su bocaza y el denominador común de lo que por ella derrama expresa que Sophie solo puede quererle a él, a Rainer (p. 207).
En cuanto al estilo indirecto libre se utiliza sobre todo cuando se quiere destacar aún más la ironía de la situación y es, por lo tanto, otro recuso que sirve más a la voz del narrador que a la del personaje. De esta forma, se prefiere el estilo indirecto libre al monólogo interior o al soliloquio en momentos como sueños de los protagonistas. De hecho, cuanta más independencia del narrador necesita el tipo de discurso, menos aparecerá en la obra. Los soliloquios y monólogos interiores, que se adaptarían bien al tema y sentido de la novela, son poco habituales y, cuando aparecen, vuelven a estar muy bien estructurados:
El Prater iluminado a trechos por la primera luz de la mañana, la hierba húmeda, las hojas húmedas, y el gozo de levantarse un día muy temprano, el cuello inclinado de un caballo, la nieve en polvo que se levanta, el leve crepitar de la escarcha en la cima nevada, los gritos libros cuando uno se cae y luego el atardecer colectivo de un refugio bebiendo ponche o vino caliente. Los acordes guitarras acompañadas por acordeones y después la famosa salida hacia el exterior, el cielo estrellado de invierno, el primer beso y alguien que sueña con lo inalcanzable (p. 178).
La voz narradora de Los excluidos juzga, opina e ironiza. Es una voz marcadísima y casi omnipresente y, si se reflexiona un poco, la única personalizada de toda la novela:
Esconde su cabeza en el vientre de Sophie, que es liso, está muy caliente y no tiene guijarros; si alguno de sus arrogantes amigos los está observando, seguro que siente envidia, porque ninguno de ellos puede hacer lo que él está haciendo. El tiempo se detiene un momento para el hombre y la mujer, y es un buen momento porque el tiempo suele empeorarlo todo: los pobres envejecen en él, los ricos logran retenerlo un poco, pero no definitivamente, porque al final les alcanza. Al fin y al cabo, el tiempo es democrático, algo que Rainer no es. Él odia a la masa y por eso sobresale de ella notoriamente (p. 119).
Paradójicamente, el narrador es tan decimonónico (tan controlador, explicativo y editorializante), que este aire desfasado que le señala al lector lo que ha de pensar, al final le hace parecer innovador y audaz:
Hans, en cambio, declara que es un animal y no un hombre, y que por eso se comporta como un salvaje, que es algo que leyó en una novela policíaca. Hans también ha leído algo, solo que lo equivocado, es decir, todo lo que se puede encontrar en una casa de obreros que han participado en un movimiento cultural obrero (p. 208).
También tiene una faceta posmoderna el último punto que deseo tratar en este trabajo: tanto el discurso del narrador como el de los personajes están intoxicados por otros lenguajes ajenos al narrativos. Los personajes no hablan por sí mismos, sino que están totalmente influidos por discursos ajenos: sobre todo el literario, el cinematográfico y el político, aunque también el musical (pp. 103-104) o los propios de la filosofía (pp. 106-107) y de la religión (pp. 168-176). Son todos ellos lenguajes adoptados, importados por los personajes, por lo que su forma personal de decir desaparece en la hojarasca y llega a sonar sincero. Al personaje más afectado por este rasgo, Rainer, Sophie le recrimina en más de una ocasión que jamás habla por sí mismo, sino siempre usando las palabras de otro. No solo en sus intervenciones hay una mención constante a autores con una intención más o menos irónica (Schönberg, Stephen Zweig, Paul Claudel, Musil, Sade, Selma Lagerlöf…), sino que vive obsesionado por los planteamientos de Sartre, pero, sobre todo, de Camus (las menciones a El extranjero son numerosísimas).
Como a Rainer, y en parte a Anna, lo que les desnaturaliza es la palabra literaria, el obrero Hans se deja arrastrar por el discurso cinematográfico. El suyo es un tipo de cine sentimental, popular y kitsch que se sustenta en la carcasa más superficial del cine: argumentos de películas comerciales y referencias a autores famosos. A su vez, a Hans se le intenta imponer, sobre todo por parte de su madre, el discurso de la política. Hay capítulos casi completos (pp. 159-167; pp. 212-218) en al que su palabra está por completo impregnada por la política. El propio Hans reconoce cuando habla con su madre y con sus antiguos amigos del partido socialista que esta palabra les pertenece a otros y cita de forma literal las opiniones políticas de Rainer y Anna (pp. 165-166) para adaptarlas a sus propios intereses.
El resultado es, de nuevo, un distanciamiento que inhibe al lector de lo que se le está contando, así que no debe de resultar extraño que la preparación de este trabajo me haya aburrido, algo que no me sucedió en ninguna de mis otras ocho entradas en este blog.  Ya indiqué al comienzo del trabajo que en la primera lectura Los excluidos sí consiguió interesarme, por lo que no nos queda más remedio que preguntarnos cuál es el recorrido de las obras demasiado efectistas. ¿Jelinek estaba tan preocupada por sorprendernos o por querer escandalizar a lectores como mi primo cura —algo que, además, no conseguiría— que se olvidó de interesarnos de verdad? Creo que esta pregunta, aunque legítima, resulta difícil de responder, pero solo el hecho de tener que hacerla rebaja la intensidad y el calado de la creación artística.



[i] En realidad, no todas de la misma manera. Llama la atención la intervención de la palabra de Sophie en la novela. Comparada con los otros personajes, de una verborrea casi incontenible, a Sophie se la escucha solo lo justo para que nos parezca un personaje de verdad. Es posible que este silencio se deba a que sea el único personaje que no se encuentra bajo la etiqueta «excluida», pues sale indemne al final de la historia. La intención de los dos chicos es utilizarla (para conseguir amor, en el caso de Rainer, o el ascenso social, en el caso de Hans), peo quien acaba usando a todos y marchándose sin sufrir ningún tipo de daño es Sophie. Ante esto, la autora nos veda el contenido de su conciencia, lo que puede llevar al lector a dos conclusiones igual de válidas: Sophie es un personaje superficial y vacío o, por el contrario, lo tiene calculado todo para manipular sin escrúpulos al resto de los personajes.

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