El relato autobiográfico impúdico: de la Suzanne de Un dique contra el Pacífico a «la niña blanca» de El amante



Máster de narrativa, Escuela de Escritores
Dolores Almudéver, junio 2019
Un dique contra el Pacífico y El amante





El relato autobiográfico impúdico:
de la Suzanne de Un dique contra el Pacífico 
a «la niña blanca» de El amante








«A todos nos llega el momento, durante la edad adulta, en el que sentimos deseos de narrar la historia de nuestra vida», afirma el estudioso de la escritura autobiográfica Duccio Demetrio en las primeras líneas de su obra Escribirse. En el caso de Marguerite Duras (1914-1996), podría decirse que esta pulsión o necesidad nació ya de la mano de su temprana vocación de escritora. Tal y como expone Augusto Martínez en su artículo «Amor en Indochina», «La infancia y primera juventud de la escritora francesa (...) es la base de buena parte de su producción literaria, pero en especial de tres novelas que escribe a lo largo de más de cuarenta años» (MARTÍNEZ TORRES, 1992). Dos de esas novelas son Un dique contra el Pacífico, publicada originalmente en 1950, y El amante, que vio la luz en 1984.

Sin embargo, a pesar de compartir algunos de los personajes, el espacio colonial y parte de la trama (el encuentro de la joven protagonista con un adinerado comerciante autóctono y los conflictos familiares que la rodean); en ambas obras Duras se aproxima de manera muy distinta a su juventud y a sí misma. Para Carmen Sigüenza, El amante «deslumbró por la sinceridad que derramó Duras al relatar su intimidad y sexualidad». Este relato impúdico y desgarrado trajo consigo, además, el reconocimiento definitivo de la autora, que recibió el Premio Goncourt «cuando ella tenía 70 años» (SIGÜENZA, 2014). Las diferencias entre el relato de 1950 y el de 1984 son muchas y afectan a diversos aspectos de la prosa de Duras, como el estilo, los narradores o los fragmentos descriptivos y digresiones, por nombrar algunos.

El presente trabajo tiene como objetivo profundizar en una de esas diferencias que convierten a El amante en un obra brillante y dolorosa. En las siguientes líneas, se va a analizar cómo la autora se retrata o relata a sí misma en las dos novelas que nos ocupan, Un dique contra el Pacífico y El amante, a través de los personajes de Suzanne y “la joven blanca”, respectivamente. De este modo, se podrá observar la evolución del relato autobiográfico de Marguerite Duras y comprobar, así, cómo la autora logra, a lo largo de su carrera, ir despojándose de máscaras y convenciones para construir una prosa genuina e impúdica.






Como ya hemos apuntado anteriormente, Marguerite Duras se valió de sus propias experiencias de la infancia y juventud para dar forma al personaje protagonista de Un dique y El amante. El entorno colonial y la miseria familiar son también ingredientes clave de estas dos novelas. 

Entre los dos textos, sin embargo, se da una diferencia fundamental que llama poderosamente la atención del lector cuando se los coloca frente a frente: el autorrelato que la autora presenta de sí misma, bien a través del personaje de Suzanne, bien a través del «yo» narrador de El amante, personaje al que la autora también se refiere como «la niña blanca» o «la pequeña» cuando el narrador se convierte en una tercera persona limitada (como un desdoblamiento de la narración en primera persona). Asimismo, cabe resaltar que en la novela de 1984, la voz de la autora parece confundirse totalmente o amalgamarse con la de la narradora, lo que complica al lector saber dónde comienza la voz ficcional y dónde acaba Duras (si es que acaba).

Así pues, ¿cómo se materializan esas diferencias en lo tocante al personaje de la joven protagonista? ¿Cómo se nos retrata su aspecto y su psicología? ¿Qué consciencia tiene acerca de sí misma? ¿Qué papel toma ella con respecto a su entorno?





Apunta Rafael Conte en su artículo «Duras o el don de Dios», que las primera novelas de Marguerite Duras, como son Los impúdicos o Un dique contra el Pacífico, presentaban un carácter «testimonial» y «revelaban su tendencia autobiográfica y su base existencialista, aunque poco después derivó hacia las vanguardias de la época, esto es, la moda delnouveau roman, en libros de gran fuerza y sencillez» (CONTE, 2006). En este sentido, Conte apunta una primera pista que justifica o explica la visión que Duras ofrece de su protagonista en la novela de 1950. Estamos en Un dique contra el Pacífico ante un relato de corte clásico, donde la joven autora (contaba con 34 años cuando la novela se publicó) luchaba todavía por encontrar una voz y un estilo propios.

Así, esta voluntad de ajustarse a la narrativa de su época debió influir en Duras para construir un relato donde tanto los personajes (su protagonista, sobre todo) como el estilo de la prosa se mueven todavía dentro de unos patrones o moldes ajenos. La propia autora (su alter ego narrador, más bien) lo explica de esta manera en El amante: «Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral» (DURAS, 1995, pág. 13).

En este sentido, no nos debe sorprender que, para su primera novela autobiográfica, la escritora escogiese componer un retrato más bien coral, un relato familiar sobre la ambición y la miseria narrado en 3ª persona limitada, en que el Suzanne, personaje protagonista, comparte en cierto modo protagonismo con otros personajes y también con el paisaje y la sociedad colonial de la Indochina francesa. En esta prosa aún pudorosa, Suzanne, alter ego de la autora, se presenta como un sujeto más bien pasivo, una marioneta en las manos de su madre (un personaje que ejerce su autoridad hasta castrar vitalmente a sus hijos) que se mueve únicamente por contentar las expectativas de su progenitora y también las de su hermano, un tirano que parece querer heredar el bastón de mando de la matriarca y que, al mismo tiempo, busca huir a toda costa del entorno familiar.

Varias escenas reflejan este carácter pasivo e inseguro de la protagonista, si bien son pocas las veces en que el narrador comparte con el lector los pensamientos de Suzanne. Por el contrario, la joven parece, sobre todo en la primera parte de la obra, no juzgar los hechos que suceden a su alrededor y carece de pulsiones propias, íntimas: ella solo obedece los dictados de su madre, enclaustrada en ese ambiente rural del que vendrá a sacarle el joven pretendiente chino. El lector no conoce, por tanto, los deseos verdaderos de Suzanne: la mayor certeza que tenemos sobre ella es que es consciente de su rol salvador dentro de la familia; es decir, la joven (de diecisiete años, otro detalle que vale la pena no perder de vista) tiene presente todo el tiempo que su madre y su hermano dependen de su cortejo para salir de la ruina, y esta será casi la única motivación de la protagonista a lo largo del relato.

En la segunda parte de la obra el personaje de Suzanne, ya en la ciudad y bajo los cuidados de Carmen, hija de una prostituta que lleva un burdel, parece crecer. En su primera incursión en el barrio alto, «a los diecisiete años» (DURAS, 1985, pág. 139) donde acude al cine, el lector ve aparecer por primera vez elementos que en la obra de El amante son de gran importancia y que en Un dique contra el Pacífico apenas se mencionan: la ropa, la apariencia, los modales de la joven en sociedad.

Cabe resaltar varios elementos de este pasaje. En primer lugar, cómo se siente Suzanne respecto de su apariencia. Anteriormente a esta escena, el lector ya ha sido advertido de que «Carmen la arregló, la vistió, le dio dinero. Le aconsejó pasearse por la ciudad. (...) Suzanne aceptó de Carmen vestidos y dinero» (ibídem, pág. 137). Cuando la protagonista por fin sale sola a la calle, descubre que su aspecto es irrisorio y la señala como una intrusa dentro del barrio de clase alta. Por esa razón, Suzanne toma consciencia de sus ropajes y desea «Huir del vestido que Carmen le había prestado, con grandes flores desplegadas, vestido del Hotel Central, demasiado corto, demasiado estrecho» (ídem, pág. 140). El mismo desprecio experimenta hacia su pelo y su tocado, pues «Nadie llevaba los cabellos como ella», lo que de nuevo le lleva a querer «Huir de ese sombrero de paja, pues nadie llevaba uno parecido» (ibídem, pág. 140).

(Un segundo vestido, por cierto, aparecerá más adelante en la obra, ya hacia el final de la novela, «su vestido más bonito», regalo de su pretendiente y objeto de los ataques de su hermano por ser una prenda indecente. Según se describirá, era «un vestido azul vivo que se veía desde lejos» y en el mismo párrafo acabará siendo «ese vestido de puta», por lo que acabará siendo arrojado «a la ciénaga» (ibídem, pág. 235) por la propia Suzanne, a pesar de que era una prenda que a ella le agradaba).

La concepción que Suzanne tiene de su propio cuerpo no es tampoco favorable. En esa misma escena de su primera incursión en el barrio de los colonos, la joven se siente «despreciable de pies a cabeza. Sus ojos, sus torpes brazos, esas basuras, era su corazón, esa bestia indecente, eran sus piernas incapaces» (ibídem, pág. 140) y el nerviosismo se apodera de ella ya desde el primer momento: «trataba de caminar con naturalidad» (ibídem, pág. 139), pero «Allí ella resultaba ridícula. (...) Trató, en vano, de pensar en otra cosa» (ibídem, pág. 140).

Como vemos, en estas líneas se perfila a una joven insegura, que se siente inferior a los demás y a quien le gustaría encajar en los modelos de mujer que ve a su alrededor. Suzanne, pobre y proveniente del entorno rural, quiere parecerse a las jóvenes ricas francesas que pasan por su lado; quienes, según la protagonista, deben estar preguntándose a su paso: «¿Qué hace esta infeliz extraviada en nuestras aceras?» (ibídem, pág. 139). Esta sensación de ridículo va in crescendo en la escena, hasta el punto de que a la joven «le hubiera gustado morir y escurrirse por el adoquinado», pues «Su vergüenza crecía. Se odiaba, lo odiaba todo, huía de sí misma y le hubiera gustado huir de todo» (ibídem, pág. 140).

En esta misma línea, es necesario destacar también el modo en que se recoge en la novela cómo la sociedad concibe o juzga a esa Suzanne que pasea sola por la ciudad. Además de las miradas de desprecio o rechazo que la protagonista percibe en las otras chicas colonas, se nos dice dice que «las risas que crecían y pasaban a su lado y continuaban salpicándola a sus espaldas» (ibídem, pág. 140). Más adelante, cuando Suzanne ya haya superado este primer trago, sabremos que «En una o dos ocasiones había sido abordada por soldados de la colonia. Y esto se debía indudablemente a los vestidos de Carmen, ya que los soldados de la colonia solo abordaban a las putas» (ibídem, pág. 166).

En ambos pasajes se sigue haciendo hincapié en el aspecto ridículo e irrisorio de la joven Suzanne, comparada varias veces con una prostituta. Esta, a su vez, parece estar pendiente de lo que los demás piensan de ella y se ve profundamente afectada por su condición de colona fracasada. A su alrededor, todos la perciben como una buscona, una miserable; a los ojos de los demás, su condición desesperada se hace transparente, lo que la hace merecedora de sus burlas. Todo esto aumenta la vulnerabilidad y docilidad de Suzanne, un ser sin identidad propia, manipulable e inocente en exceso, perdido en medio de un entorno que la rechaza y la aparta, como vemos igualmente en este pasaje: «Mientras más la observaban más se convencía de que era escandalosa, objeto de fealdad y de imbecilidad integrales» (ibídem, pág. 140).

Con todo esto, podemos ver que en Un dique contra el Pacífico Marguerite Duras compone un personaje inspirado en sí misma, es decir, se autorrelata o autorretrata adecuándose a lo que se espera de una personaje femenino de diecisiete años de acuerdo con las expectativas literarias y sociales (es lo mismo) de la época de los años 50. Suzanne es, por tanto, una joven pasiva que reproduce el discurso de su madre y está a merced de las voluntades y habladurías ajenas (ya provengan de su hermano, Carmen, las jóvenes francesas o los soldados de la colonia). Así, a pesar de ser la protagonista del relato en torno a la cual gira toda la trama, no vemos que ella decida verdaderamente sobre su vida o se observe con otros ojos que no sean las miradas de los demás.

En esta misma línea, tampoco conocemos en profundidad los deseos y pulsiones de la joven protagonista, no somos testigos de su relación con su propio cuerpo (más allá de que se avergüenza de él y lo detesta, en tanto que no es dueña de su propia identidad, sino que asume las impresiones y opiniones ajenas como propias). Por supuesto, la sexualidad de la joven también queda completamente vetada.

Por todo esto, podemos decir que la prosa de Un dique contra el Pacífico presenta un tono pudoroso y recatado, y que se amolda a las expectativas del género ficcional que le servía a Duras como modelo. De algún modo, podríamos decir que la Suzanne de la novela no es del todo propiedad de su autora, sino que la forma en que se narra la psicología del personaje y su historia responden tanto a la necesidad de contarse de la propia Duras como a las expectativas literarias y sociales del tiempo en que se escribió la novela. Estamos, por tanto, ante un relato contenido y constreñido que acepta tácitamente unas reglas ajenas (las del canon de la ficción en forma de novela) a cambio de encontrar un lugar en la escena literaria.





Frente a la prosa limitada y la Suzanne dócil de Un dique..., Duras plantea ya desde el inicio de El amante que el lector se va a encontrar ante un relato alejado de la contención: «Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimientos, ciertos sucesos» (DURAS, 1995, pág. 13).

Según explica Patricia De Souza en su texto «Marguerite Duras, la incorrecta», la escritora francesa reconocería, ya en su vejez y frente a su biógrafo Berbard Pivot, «no sentir ninguna “vergüenza de haber sido esa adolescente ávida de dinero”, de “deseo sexual por el amante chino”, en una clara coherencia con sus personajes, con el deseo y esa moral del deseo que no conoce límites» (DE SOUZA, 2014). Sin embargo, como hemos visto en el anterior epígrafe, esta falta de pudor no estuvo presente dese el inicio de su carrera literaria, sino que la autora francesa se fue quitando máscaras a lo largo de su trayectoria; prosa impúdica que llega a su culminación con El amante.

¿En qué aspectos del retrato físico y psicológico de la protagonista de El amante podemos apreciar este cambio? Como veremos a continuación, el autorretrato que Marguertie Duras compone en de sí misma en esta novela es completamente opuesto al que perfilaba en Un dique...

Así, en primer lugar, cabe resaltar que en El amante la protagonista nos dice en varias ocasiones su edad, «Diré más, tengo quince años y medio» (DURAS, 1995, pág. 9), que baja en dos años con respecto a la edad de Suzanne, aumentando así la sensación de escándalo en el lector cuando se aproxima a la historia de la joven.

En segundo lugar, si atendemos a la apariencia de la «niña blanca», esta vez narrada en una primera persona confesional (narración que a veces se desliza hacia lo filosófico y la prosa poética, atendiendo a las clasificaciones de Duccio Demetrio en Escribirse), nos encontramos con que la propia protagonista es artífice de su aspecto. Por esta razón, en la novela de 1984 cada una de las prendas que ella lleva recibe gran atención por parte de la narradora.

Así, sabemos por boca de la protagonista que en su primer encuentro con su futuro amante llevaba «un vestido de seda natural, usado, casi transparente. (...) Es un vestido sin mangas, muy escotado. Tiene ese lustre que adquiere la seda natural con el uso. Recuerdo ese vestido. Creo que me sienta bien» (ibídem pág. 17). De este modo, conocemos que la niña no solo ha elegido su propio vestuario, que sabe escandaloso, sino que, además, se siente a gusto con él. Lo mismo sucede con su tocado, «un sombrero de hombre, de ala plana, un sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa con una ancha cinta negra», que ella es consciente que «Ninguna mujer, ninguna chica lleva un sombrero de fieltro, de hombre, en la colonia en esa época» (ibídem pág. 19).

Lejos de sentirse juzgada o insegura, «la pequeña» de El amante sabe que su vestuario corresponde a sus propios deseos; lleva cada prenda y cada adorno, como sus «trenzas de niña» (ibídem pág. 23), «los labios pintados con carmín rojo» (ibídem pág. 24), o los zapatos de lamé dorado con tacón, «Por capricho» (ibídem pág. 18). Así, la joven protagonista deja de dibujarse como un ser pasivo y manipulable, cuya apariencia responde a consejos o directrices ajenas, para tomar consciencia de su propia identidad y usarla en su beneficio. Así lo confirma cuando redescubre su rostro frente al espejo, debajo de su nuevo sombrero, y observa que «De repente, se hizo deseable» (ibídem pág. 19).

Al mismo tiempo que la protagonista de la novela se hace dueña de su apariencia, empieza a hacerse también consciente de su atractivo y de las reglas del deseo que imperan a su alrededor. Descubre, por ejemplo, que puede parecer «lo que quiero parecer, incluso hermosa si es eso lo que quieren que sea, hermosa» (ibídem pág. 24); es decir, hay una intencionalidad en todas sus acciones y elecciones, tiene una motivación interna (el deseo, el descubrimiento, el placer; pero también escapar, alejarse de su madre, huir de la miseria) y sabe cómo conseguir sus objetivos. Más adelante, la narradora nos dice, refiriéndose a su yo adolescente: «Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos» (ibídem pág. 30), actitud analítica e interesada muy alejada de la pasiva Suzanne escrita en 1950.

El cambio de la psicología del personaje tiene también un impacto en cómo es concebida por aquellos que están a su alrededor. Si la protagonista de Un dique despertaba las burlas a su paso, la niña de El amante, a pesar de ser menor que Suzanne, se encuentra con un entorno distinto, en que ya no es diana de las miradas ajenas y, en caso de serlo, las ignora por completo: «Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe» (ibídem pág. 30).

Como vemos, Duras ha eliminado aquí la vulnerabilidad de su protagonista. La joven no resulta patética ni irrisoria, como una heroína clásica sometida al juicio despiadado de la sociedad. Por el contrario, su personalidad y su carácter parecen resultar magnéticos a quienes están junto a ella. Sabe que su cuerpo y su determinación le otorgan un poder sobre los hombres que está dispuesta a usar («Desde el primer instante sabe algo así: que el hombre está en sus manos. Por tanto, otros, aparte de él, podrían también estar en sus manos si la ocasión lo permitiera» (ibídem pág. 49) y acudimos a un proceso de autoconciencia o autoconocimiento por parte de la protagonista, que se vuelve sujeto activo en el relato.

Gracias a esta consciencia y dominio sobre su propia identidad, el lector podrá conocer de manera explícita los deseos y pulsiones de la joven protagonista, tanto en la relación con su propio cuerpo como con respecto a su sexualidad, que explora sin tapujos de la mano de su joven amante.

Por todo lo visto anteriormente, observamos que en El amante Duras logra desprenderse de los reparos y máscaras de Un dique contra el Pacífico, y busca reflejar la realidad psicológica de la joven protagonista con honestidad, sin buscar encajarla o amoldarla a una idea de adolescente recatada y pudorosa. Podría decirse, en este sentido, que la novela de 1984 es la cara B del texto de 1950. Estamos, así, ante un personaje femenino activo, curioso, dominante y con un discurso propio, que desea entregarse al placer y a sí misma.

Con todo, puede afirmarse que Duras prescinde del pudor y se convierte a sí misma en protagonista absoluta del relato, adelgazando al resto de personajes y su entorno, en una narración eminentemente introspectiva y retrospectiva que no conoce la censura. Sin decirse, sin ponerse nombre, en El amante la escritora francesa deja de lado la novela más coral o familiar y construye una novela de formación (de autoconocimiento) desde la desnudez, plagada de reflexiones acerca de la compleja identidad femenina.





Un dique contra el Pacífico, 1950
El amante, 1984
Edad
«A los diecisiete años» (pág. 139)
«Diré más, tengo quince años y medio» (pág. 9)
Vestido
«Carmen la arregló, la vistió, le dio dinero. Le aconsejó pasearse por la ciudad. (...) Suzanne aceptó de Carmen vestidos y dinero». (137)

«Huir del vestido que Carmen le había prestado, con grandes flores desplegadas, vestido del Hotel Central, demasiado corto, demasiado estrecho». (140)

«Su vestido más bonito (...) un vestido azul vivo que se veía desde lejos (...) vestido azul, ese vestido de puta. (...) Lo arrojó a la ciénaga». (235)
«Llevo un vestido de seda natural, usado, casi transparente. (...) Es un vestido sin mangas, muy escotado. Tiene ese lustre que adquiere la seda natural con el uso. Recuerdo ese vestido. Creo que me sienta bien». (17)
Cinturón

«Le puse un cinturón de cuero en la cintura, quizás un cinturón de mis hermanos» . (17)
Zapatos

«A partir de ese momento siempre llevo zapatos, por supuesto. Ese día debo llevar el famoso par de tacones altos de lamé dorado. (...) Llevo esos lamés dorados para ir al instituto. Voy al instituto con zapatos de noche ornados con adornillos de lustrina. Por capricho. Sólo me soporto con ese par de zapatos y aún ahora me gusto así». (18)
Sombrero
«Huir de ese sombrero de paja, pues nadie llevaba uno parecido». (140)
«Ese día es que la pequeña se toca la cabeza con un sombrero de hombre, de ala plana, un sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa con una ancha cinta negra. (...) La ambigüedad determinante de la imagen radica en ese sombrero. (...) Ninguna mujer, ninguna chica lleva un sombrero de fieltro, de hombre, en la colonia en esa época». (19)
Cabello
«Nadie llevaba los cabellos como ella». (140)
«Ese día también yo llevo trenzas, no las he recogido como hago normalmente, pero no son iguales. Llevo dos largas trenzas delante de mi cuerpo, (...) son trenzas de niña. (...). Mis cabellos son abundantes, flexibles, dolorosos, una mata cobriza que me llega a la cintura. Con frecuencia me dicen que es lo más bonito que tengo y yo pienso que eso significa que no soy guapa». (23)
Maquillaje
«un vestido, una polvera, esmalte para las uñas, pintalabios, jabón y cremas de belleza». (52) [Regalos que Suzanne recibe de su pretendiente sin que ella lo pida].
«Ese día también llevo los labios pintados con carmín rojo oscuro como en aquel tiempo, cereza. No sé cómo me hice con él, quizá fue Hélène Lagonelle quien lo robara a su madre para mí». (24)
Cuerpo/
delgadez
«Despreciable de pies a cabeza. Sus ojos, sus torpes brazos, esas basuras, era su corazón, esa bestia indecente, eran sus piernas incapaces». (140)
«Debí probarme el sombrero, en broma, sin más, me miré en el espejo del vendedor. Y vi: bajo el sombrero de hombre, la delgadez ingrata de la silueta, ese defecto de la infancia, se convirtió en otra cosa. Dejó de ser un elemento brutal, fatal, de la naturaleza. (...) De repente, se hizo deseable». (19-20)
Belleza
«Mientras más la observaban más se convencía de que era escandalosa, objeto de fealdad y de imbecilidad integrales». (140)
«Podría engañarme, creer que soy hermosa como las mujeres hermosas, como las mujeres miradas, porque realmente me miran mucho. Pero sé que no es cuestión de belleza sino de otra cosa, por ejemplo, sí, de otra cosa, por ejemplo, de carácter. Parezco lo que quiero parecer, incluso hermosa (...) Y creerlo. Creer, además, que soy encantadora». (24-26)
Los otros
«Trataba de caminar con naturalidad (...) “¿qué hace esta infeliz extraviada en nuestras aceras?”». (139)

«Alli ella resultaba ridícula». (140)

«Trató, en vano, de pensar en otra cosa. (...) Las risas que crecían y pasaban a su lado y continuaban salpicándola a sus espaldas». (140)

«En una o dos ocasiones había sido abordada por soldados de la colonia. Y esto se debía indudablemente a los vestidos de Carmen, ya que los soldados de la colonia solo abordaban a las putas». (166)
«Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos». (30)
Auto-conciencia y voluntad
«No se moría por ello, pero le hubiera gustado morir y escurrirse por el adoquinado». (140)

«Su vergüenza crecía. Se odiaba, lo odiaba todo, huía de sí misma y le hubiera gustado huir de todo». (140)

«Voy a todas partes con esos zapatos, ese sombrero, fuera, a todas horas, en cualquier ocasión, voy por la ciudad». (20)

«Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde». (27)

«Desde el primer instante sabe algo así: que el hombre está en sus manos. Por tanto, otros, aparte de él, podrían también estar en sus manos si la ocasión lo permitiera». (49)







Explica Aloma Rodríguez en su artículo «Marguerite Duras: la duda es escribir», que en Escribir, «un libro-reflexión que parte de una conversación de 1993 filmada por Benoît Jacquot», Marguerite Duras afirmó que había dos fuerzas que la animaban a seguir buscándose como autora. La primera «Esa ilusión que tenemos –y que es justa– de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso»; la segunda, «escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy» (RODRÍGUEZ, 2014).

En este sentido, podría decirse que El amante fue en la carrera de Duras un hallazgo último, culminante, de esa voluntad de buscarse a sí misma, como ser y como escritora. En esta novela, además de construir una prosa estilizada y genuina, la autora se desnuda, desecha los corsés y los tabús, la censura y el pudor y se vuelca sobre la página sin máscaras a través del personaje anónimo de «la niña blanca». Si trazásemos una línea desde el texto de Un dique contra el Pacífico, podría decirse que Duras recorre un camino hacia el interior de sí misma, hacia lo auténtico, hacia una prosa previa a las convenciones y a la vergüenza. O, en palabras de la propia autora: «Escribir lo vuelve a uno salvaje. Se regresa a un estado salvaje anterior a la vida. Y uno siempre lo reconoce, es lo salvaje de las selvas, tan antiguo como el tiempo» (BRADU, 2004).

Posiblemente, sea esa la gran lección de Marguerite Duras para aquellos autores que se enfrentan a la escritura de un relato autobiográfico: es necesario atreverse a regresar a lo salvaje, narrar desde las entrañas de uno mismo, sin pudor y sin vergüenza, en una exploración desprejuicida y casi inconsciente, como el paseo de una joven francesa que recorre la ciudad de Saigon enfundada en un vestido transparente.






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