KAFKA: CULPABLES 
El pecado original en La metamorfosis y El proceso



«No solo por haber probado del árbol de la ciencia, somos pecadores, sino también por no haber probado aún del árbol de la vida. Independientemente de toda culpa, la condición en que nos hallamos es pecaminosa.»[1]

Estas palabras de Kafka sintetizan el complejo tema del pecado y la culpa que está presente en toda su obra, unas veces de modo explícito y otras, más alegórico, como veremos en los dos libros sobre los que trata este estudio: La metamorfosis, publicado en 1915, y El proceso, que publicó póstumamente su editor y amigo Max Brod en 1925. Analizaremos en cada uno de ellos el sentimiento de culpa y alienación que acompañó a Kafka desde pequeño, y, más concretamente, la culpabilidad inapelable del ser humano, condenado desde que nace por el solo hecho de vivir. «Hay esperanza –le dijo una vez a Max Brod– pero no para nosotros».[2]
Kafka no era un judío practicante, pero conocía bien la Biblia y la historia del judaísmo, y le llamaba particularmente la atención el pesimismo existencial que caracteriza la idea de la divinidad en estas religiones. De ahí que el concepto de pecado, culpa y castigo influyan decisivamente en su concepción de la ley y el poder, de la que la redención está esencialmente excluida.[3]
Kafka no oculta en ningún momento los factores que determinaron su vida de hombre y, consecuentemente, su trabajo de escritor, y entre ellos destaca el conflicto con el padre, que puede extrapolarse a su conflicto con el Padre con mayúscula. Al final de la Carta al padre (que nunca llegó a entregarle) se describe a sí mismo adoptando el punto de vista de su progenitor: «Admito que luchamos el uno contra el otro, pero existen dos clases de lucha. La lucha caballeresca [...] y la lucha de la alimaña, que no solo pica, sino que también succiona de inmediato la sangre para su subsistencia. Este es el auténtico soldado mercenario, y este eres tú. Eres inepto para la vida; pero, a fin de poder arreglártelas en ella con comodidad, sin preocupaciones y sin dirigirte reproches a ti mismo, intentas demostrar que te he quitado toda aptitud para la vida y me la he guardado en el bolsillo.»[4]
Ser hijo significa aceptar la autoridad paterna, incuestionable desde una perspectiva ética y religiosa. Católicos, protestantes y judíos invocan el ejemplo de Isaac, que aceptó la inmolación cuando Yavé exigió a Abraham un gesto supremo de sumisión. «Honrarás a tus padres» no es un mandamiento moral, sino un dictado jurídico.
El sentimiento de alienación social del autor representa uno de los planos del conflicto. En una carta dirigida a Felice Bauer en enero de 1913, dice: «Muchas veces he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en recluirme en lo más hondo de un sótano espacioso y cerrado, con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera, tras la puerta más exterior del sótano; sería mi único paseo. Luego regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y me pondría otra vez a escribir.»[5] Es obvia la semejanza entra esta descripción y la situación que, después de la transformación, vive Gregor Samsa. 
Dice Günther Anders que Kafka –precursor del existencialismo del siglo xx, y afín a los planteamientos filosóficos de Kierkegaard– no pertenecía por entero a nada: era judío, pero no practicaba los ritos del judaísmo, luego no era enteramente judío, ni tampoco cristiano; como germanoparlante, no pertenecía enteramente a los checos; como funcionario de una compañía aseguradora, no pertenecía enteramente a la burguesía; como hijo de burgueses, no pertenecía enteramente a los trabajadores, pero tampoco pertenecía a la oficina, pues se sentía escritor; pero tampoco era escritor, pues se sacrificaba para procurar sustento a su familia. Pero quizá sea más angustioso aún para Kafka el conflicto que genera en él la disparidad entre el yo sensible y el yo social con el que intenta encontrar un lugar respetable en el mundo. 
Los siguientes párrafos son un análisis de cómo se plasman en La metamorfosis y El proceso ese sentimiento de exclusión, la idea del pecado original, de un Padre terrible al que es imposible satisfacer, y de la muerte como única salida. 

«Cuando Gregor Samsa despertó una mañana después de una noche llena de sueños inquietos, se encontró en su cama convertido en un bicho monstruoso».[6] Estas primeras dos líneas de La metamorfosis anuncian todo lo que irá revelándonos la novela. Nos transmiten la atmósfera opresiva, el extrañamiento, la degradación, la angustia y, en definitiva, la impotencia ante un poder misterioso y terrible, frente al que el ser humano solo puede admitir su culpa. Como dice el aforismo 99 de sus Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero«Mucho más opresiva que la implacable certeza de nuestra condición actual de pecadores es la certeza, aún más endeble, de la rendición de cuentas que un día nos corresponderá hacer de nuestra existencia terrena.»
Podemos entender La metamorfosis como una parábola de la relación entre el hombre y Dios. Dios no es en verdad Padre ni Liberador, sino un tirano que arroja sobre el ser humano el lastre de una culpabilidad infinita. Gregor Samsa intenta resistirse a la opresión divina, pero ese gesto le cuesta la libertad y la vida.
Antes, de aceptar su situación definitivamente, incapaz de entender la naturaleza de su transformación ni que, sin haber hecho nada para provocarla, se le trate como a un extraño que inspira solo repulsión, intenta una conciliación con el padre: «Para Gregor estuvo claro que el padre había interpretado mal las palabras de Grete y pensaba que Gregor era responsable de algún acto de violencia. Por eso ahora tenía que intentar apaciguarlo...».[7] Pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Se acostumbró a esconderse rápidamente bajo el canapé de su cuarto en cuanto oía abrirse la puerta: «Un día, para ahorrarle esa visión [a su hermana], llevó sobre la espalda –necesitó cuatro horas para hacerlo– una sábana hasta el canapé y la colocó de forma que su cuerpo quedara completamente cubierto [para que ella] no lo pudiera ver».[8]
La mayoría de las metamorfosis en el arte y la literatura clásicos expresan el descenso de un ser humano a una naturaleza animal: nos hablan de personajes que, tras una caída (su pecado original), adquieren un nuevo estado. Algunos, después de pasar por una serie de penalidades, consiguen recuperar su anterior condición humana; podríamos hablar en este caso de una redención.[9] En otros, por el contrario, el paso de mejor a peor es definitivo, un castigo, y este es el caso de Gregor Samsa, que, una vez transformado en una mezcla repugnante de escarabajo y cucaracha, no recuperará ya nunca su forma originaria, y acabará claudicando. 
La imagen se aleja mucho de la mitología clásica y nos acerca a lo más vulgar de lo cotidiano. Gregor Samsa va encogiéndose. Angustiado por el destierro y la vergüenza, solo le queda morir. Aquellos a los que quiere le repudian. Atraído por el instinto sensible, hace su aparición en la sala familiar y el padre arremete contra él: «Gregor se quedó inmovilizado por el horror; era inútil seguir corriendo, porque su padre se había decidido a bombardearlo [...] Una manzana lanzada le rozó débilmente [...] pero la que siguió se le clavó en la espalda. Gregor quiso seguir moviéndose, como si el increíble dolor que lo tomó por sorpresa pudiera pasársele cambiando de sitio; pero se sentía como clavado al suelo, y al fin allí se tendió, en total confusión de todos sus sentidos.»[10]
 Pocas páginas antes, el escarabajo-cucaracha Gregor Samsa había articulado con gran dificultad las últimas palabras que todavía le era posible pronunciar: «Madre, madre».[11] Dice José Saramago, en el prólogo a una de las ediciones de la obra, que, «después, como una primera muerte, entra en la mudez de un silencio, más que voluntario, obligado por su condición de insecto, como quien ha tenido que resignarse definitivamente a no tener padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando por fin la sirvienta barre la carcasa reseca a que Gregor Samsa acabará reducido, su ausencia solo servirá para confirmar el olvido al que ya lo habían relegado "las mejores y más amorosas personas que se puede imaginar, entre las que vivo como alguien más extraño que un extraño"», como decía en una carta del 28 de agosto de 1913 refiriéndose a su familia.[12]
Sabe que solo la muerte le liberará de su existencia culpable: «[...] se sentía relativamente a gusto [firmemente convencido de que] tenía que desaparecer [...] Todavía vivió el despuntar del alba tras los cristales. Entonces su cabeza se inclinó, sin él quererlo, y de su hocico salió débilmente su último aliento.»[13]La expulsión del paraíso es la muerte. La vida en el exilio es la muerte. Sin la protección y el amor del Padre, la vida es un largo destierro que transcurre bajo la sombra de la culpa: por haber desobedecido al Padre, y haberle hecho enfadar. El mundo es el pecado del Padre: una broma pesada, de un Dios despiadado al que el ser humano está incapacitado para comprender. «La expulsión del paraíso es eterna en su parte principal. La expulsión del paraíso es, por consiguiente, definitiva; la vida en el mundo, inevitable.»[14]
El castigo de La metamorfosis viene impuesto por un poder sin nombre, al que el protagonista intenta resistirse mientras le alcanzan las fuerzas, pero del que no se podrá liberar. En El proceso, esa resistencia se tornará en rebeldía y, aunque sospechando que en última instancia será inútil, Josef K la prolongará más.
«Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo»,[15]son en este caso las palabras que nos adentran en el universo claustrofóbico y absurdo en que se ve transformada la vida del protagonista. En ambas obras, esas primeras líneas preludian una pesadilla. En La metamorfosis, Gregor Samsa no tiene otra opción que ocultarse, avergonzado; en El proceso, Josef K dará los pasos que se consideran necesarios para escapar de ella, aunque acabará descubriendo que el «libre albedrío» de que está dotado el ser humano se reduce a poder elegir entre los tres tipos de liberación que permite la ley.
Porque aunque en El proceso el padre ha desaparecido, sigue viva su Ley omnipotente, la ley del progenitor y la ley del Padre. Josef K, inocente, pero sabiéndose en secreto culpable, no puede sino someterse al «proceso» de la vida en un universo incoherente: «¿Es usted inocente?», le pregunta el pintor. Sobreponiéndose a su sorpresa, K. responde con decisión: «Sí.» De lo que el pintor deduce: «Entonces el asunto es sencillísimo. Siendo usted inocente, la cosa se simplifica mucho». K. menea la cabeza y hace notar que el tribunal se pierde en una infinidad de sutilezas y «Es tan compleja y sutil la justicia. Termina por descubrir un crimen donde nunca lo hubo».[16]
Se le ofrece la posibilidad de la liberación, pero esta en realidad se reduce a elegir entre la absolución real, que es en definitiva pura ilusión; la absolución aparente, y el aplazamiento indefinido, que no son sino dos versiones distintas de una misma incertidumbre angustiosa que se perpetúa sin remedio y frente a la que el «culpable» no tiene ningún poder. «La ley dice que el inocente será absuelto, como es lógico [...] No obstante, yo jamás he tenido noticia de una absolución real. Naturalmente es posible que no haya existido inocencia en ninguno de los casos que he conocido», dice el pintor; a lo que Josef K contesta: «Pero, ¿no le parece improbable? ¿Ni un solo caso de inocencia en tantos procesos? [...] Esto no hace más que confirmar la opinión que tengo ya del tribunal [...] Un solo verdugo podría sustituir al tribunal entero.» El pintor le aconseja que no generalice. En otras épocas, se dice, ha habido absoluciones; hay leyendas al respecto, que «es indudable que contienen algo de verdad, y además son muy bonitas.»[17]
Refiriéndose a las dos últimas opciones, el pintor le dice: «Ambos métodos tienen en común que impiden la condena del acusado». A lo que K responde: «Pero también impiden la absolución real».[18]
El Josef K de la Carta al Padre –aunque el nombre tenga allí su antecedente– no es el Josef K de El proceso, que se rebela y quiere entender, que no se resigna a aceptar su suerte de ser culpable sin conocer la causa, y que da todos los pasos necesarios, aun sabiendo desde el primer momento que no hace sino adentrarse en un laberinto, un callejón sin salida. «Te consideran culpable [...] Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada» [dice el sacerdote] «Pero yo no soy culpable —dijo K—. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.» «Eso es cierto —dijo el sacerdote—, pero así suelen hablar los culpables.»[19]Más adelante, en las últimas páginas, dirá: «No sabía si había actuado por esperanza o por desesperación».[20]
Finalmente, Josef K, sin el menor dramatismo, es quien conduce a sus verdugos al sitio donde va a facilitarles la tarea de darle muerte: «Ahora K sabía perfectamente que su deber hubiera sido tomar por su cuenta el instrumento, mientras pasaba de mano en mano por encima de él, y hundirlo en su propio cuerpo. Pero no lo hizo; por el contrario, movió aún con libertad el cuello, a uno y otro lado, y miró en torno suyo. No podía representar su papel hasta el final; no podía descargar de todo el trabajo a las autoridades [...] ¿Dónde estaba el juez, al que nunca vio?, ¿dónde estaba la Corte Suprema, a la cual nunca había llegado».Mientras el verdugo le retuerce el cuchillo en el pecho, K piensa, y ésta es la frase que cierra el libro: «Como un perro –se dijo– cual si la vergüenza debiera sobrevivirle.»[21]



«Existen dos pecados humanos principales, de los que se derivan todos los demás –dice Kafka en uno de sus aforismos–: la impaciencia y la pereza. A causa de la impaciencia, los seres humanos han sido expulsados del Paraíso, a causa de la pereza, no regresan a él.»[22]






NOTAS


[1]Franz Kafka. Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, aforismo 83. México: Fontamara, 2007.
[2]Rafael Narbona.«La metamorfosis: tras la pista de Kafka». El cultural,
[3]Miguel Ángel Muro. «Las máscaras del poder en el mundo de Kafka», en Vanesa Sáiz Echazarreta y Ana María López Cepeda (coords.), Los discursos del poder. Actas del XIV Congreso de la Asociación española de semiótica. Cuenca, 23-25 de noviembre de 2011.Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2013.
[4]Franz Kafka.Carta al padre. Trad. Carlos Correas. Buenos Aires: Leviatán, 1987, p. 109.
[5]Franz Kafka. Cartas a Felice. Trad. Pablo Sorozábal. Madrid: Nórdica, 2013.
[6]Franz Kafka. La metamorfosis. Barcelona: Ediciones Octaedro, 2012, p. 18.
[7]Ídem. p. 60-61.
[8]Ídem. p. 52
[9]Del Canto Nieto, José Ramón. «Las metamorfosis como género literario en la antigüedad clásica y en los relatos de Kafka.I.E.S. Madina Mayurqa. Palma de Mallorca.
[10]Ídem.p. 62-63
[11]Ídem. p. 35
[12]Prólogo de José Saramago a El proceso. Madrid: Exlibris, 2017, p. 7
[13]Ídem.p. 82 
[14]Franz Kafka. Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, aforismo 64. México: Fontamara, 2007. 
[15]Franz Kafka. El proceso. Traducción e introducción de: Miguel Vedda. Buenos Aires: Colihue, 2005, p. 8.
[16]Ídem. p. 217-218.
[17]Ídem. p. 195-199.
[18]Ídem. p. 204.
[19]Ídem. p. 229.
[20]Franz Kafka. «Pelea con el subdirector». El proceso. Trad. R. Kruger. Barcelona: Planeta, 2018, p. 333.
[21]F. Kafka. El proceso. Buenos Aires: Colihue, 2005, p. 289-290.

[22]Franz Kafka. Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, aforismo 3. México: Fontamara, 2007
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