La habitación de Emerenc y los pergaminos de Melquíades: desenlace para un tiempo que ya no será
Dolores
Almudéver, julio 2019
La puerta
La
habitación de Emerenc
y los pergaminos de Melquíades:
desenlace para un tiempo
que ya no será
1.
Leer el eco
Leer
un libro por primera vez es siempre también releer de forma
simultánea, en esas mismas páginas que no conocíamos
anteriormente, otras obras que guardamos en la memoria. De este modo,
a las palabras escritas sobre el papel se superponen otras lecturas,
y ambas dialogan entre sí en una conversación que pocas veces
podemos, como lectoras y lectores, controlar.
Así
me ocurrió cuando leí el penúltimo capítulo de La
puerta (1987), de Magda Szabó
(1917-2007),
hace unos meses. Mientras leía, el desenlace de otra novela resonó
en mi cabeza, aunque en aquel momento la conexión fue netamente
intuitiva y no sabía aún si existía un paralelismo real o, por el
contrario, me traicionaba la memoria. Luego, más bien pronto, el
diálogo intertextual se esfumó, sepultado tal vez por otras
lecturas o tareas.
La
conversación entre novelas, que yo había olvidado, resucitó hace
unos días todavía más vívidamente que la primera vez, al abrir de
nuevo el libro de Szabó en busca de citas para un trabajo que borré
a medio camino.
En
las siguientes líneas, presento un hallazgo personal como lectora
(lo que no quiere decir que sea original, lamentablemente) que surgió
de un eco impreciso y en el que he querido profundizar: las
semejanzas entre el desenlace de La puerta y
las últimas páginas de Cien años de
soledad.
2.
Dos autores, dos naciones, dos relatos
En
1967, Gabriel García Márquez (1928-2014) publicó su obra cumbre:
Cien
años de soledad, la
cual llegaría a convertirse en una de las novelas más
importantes de la literatura universal y llevó al autor colombiano
–junto con otros textos como Crónica
de una muerte anunciada o
El
amor en los tiempos del cólera–
a hacerse con el premio Nobel en 1982.
Los
factores que llevaron a Cien
años de soledad a
erigirse como texto central del siglo XX son de sobra conocidos
por todos los lectores contemporáneos. Por mencionar algunos, se
podría hacer referencia al carácter fundacional de la obra con
respecto al llamado realismo
mágico;
la naturaleza profundamente evocadora e hipnótica de la prosa de
García Márquez; o el intrincado árbol genealógico de la familia
Buendía y allegados, personajes de toda clase y condición de
psicología imprevisible y destinados al desastre.
También
podríamos aludir a los primeros compases de la obra, prolepsis
lanzada a la mandíbula del lector de la que resulta imposible
escapar (Muchos
años después,
frente
al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía...);
o a la maestría con que el escritor colombiano
logró narrar, a través de las vivencias de una familia del ficticio
Macondo, la convulsa historia de todo un país (el que lo había
visto crecer) y de todo un continente en su tortuoso e incierto
camino hacia la emancipación nacional y el progreso.
En este sentido, tal y como explica
el escritor y crítico Julio Ortega, Cien
años de soledad
se convierte en «un
alegato de las regiones; esto es, de un relato previo a los Estados,
libre de las fronteras, legendario y autárquico»
(ORTEGA, 2015).
La
famosa novela, construida a partir de la historia familiar del propio
García Márquez, no siempre llevó ese título que ha quedado
eternamente ligado a su autor y a la tradición de la narrativa
hispanoamericana. Por contra, como revela Ortega, esta «saga
guerrera de los padres, cuya extraordinaria arbitrariedad multiplica
las batallas y destruye la familia, el pueblo y la memoria»
tuvo originalmente otro nombre: «su
primer título fue
La
casa.
Postulaba la casa familiar, reconstruida por la lectura»
(ORTEGA,
2015).
A
pesar de que la novela La
casa nunca
vio la luz
como
tal, el título descartado de Cien
años de soledad
resulta especialmente llamativo para nuestro trabajo, puesto que ese
breve sintagma suma un punto más de conexión a los muchos que
parecen existir entre la novela de García Márquez y la novela La
puerta de
Magda Szabó, publicada veinte años después.
El
texto de Szabó
de 1987, que
el crítico Guillermo Altares definió como «una
historia de
amistad autobiográfica (…)
que oculta una reflexión sobre el dolor del siglo XX y sobre el
misterio que encierra cualquier vida»
(ALTARES, 2005), resultó ser la obra más reconocida y difundida de
la escritora húngara, tal y como sucedió con García Márquez y su
Cien
años de soledad.
A
través de la narración confesional de La
puerta (que
se inicia con un gancho tan certero como el de los Buendía: el
enigma de lo que guarda en su intimidad esa figura hechicera y ancestral que es Emerenc Szeredás),
Szabó no quiso retratar únicamente la historia de dos mujeres
antagónicas –aunque igualmente desamparadas– que se encuentran y
se acaban por reconocer como familia. Así, como ya hiciera García
Márquez con Colombia, la escritora construye a través de unos
pocos personajes el relato de una nación entera abocada al cambio y
obligada a dejar atrás su pasado: el de su
Hungría natal. El crítico cultural Juan Batalla lo expone así: «La
obra de Szabó, (...) [que] se mueve en los márgenes de la
autobiografía, no puede escapar a su historia, pero sobre todo a los
sucesos que marcaron a fuego a su sociedad y los efectos que dejaron»
(BATALLA,
2018).
Con
todo, vistas las numerosas coincidencias entre
Cien años de soledad (que
fue un día
La casa)
y La
puerta
–a saber: su carácter autobiográfico; su ambición por articular
un mito nacional a partir de una historia íntima de personajes al
borde del colapso; el paso del tiempo y el progreso como conflictos
centrales de la obra, así como el enfrentamiento entre la tradición
y la modernidad; la visión fatalista presente en ambos textos...–,
no nos debe sorprender que ambos libros presenten grandes semejanzas
en su desenlace.
En
el siguiente apartado, vamos a analizar con detalle los pasajes
paralelos que encontramos en las últimas páginas de las dos
novelas, para comprobar hasta qué punto ambas comparten elementos
como los símbolos, el modo en que se estructura la secuencia de la
revelación final, o ciertas alusiones histórico-políticas.
3.
El perpetuo enigma, resuelto: el tiempo o la destrucción
Por
si no se han visto ya suficientes rasgos en común entre las novelas
de García Márquez y Szabó, es ahora necesario señalar una
semejanza más para acercarnos al análisis comparativo de sus
respectivos desenlaces: tanto Cien
años de soledad como
La
puerta se
construyen alrededor de un enigma omnipresente que actúa como telón
de fondo de las peripecias de los protagonistas; un secreto cuya
resolución parece estar frecuentemente al alcance de los personajes
a lo largo de novela y que, sin embargo, no es posible desvelar hasta
las últimas páginas.
En
el caso de la primera, la incógnita que vertebra el relato gira
alrededor de los pergaminos del nómada Melquíades, cuyas palabras
ninguno de los Buendía logra descifrar. Será Aureliano Babilonia
quien, gracias a las visitas de Melquíades en sueños, logre
desentrañar el contenido de los manuscritos donde se recoge la
historia completa de la familia Buendía, incluida su propia muerte.
En el caso de La puerta, el misterio (que quedará también
ligado a la esfera onírica, en tanto que la protagonista tiene a
menudo pesadillas relacionadas con él) se establece alrededor del
contenido de la casa de Emerenc y, más concretamente, de los objetos
que esta guarda en la habitación cuya puerta nunca abre para nadie
en vida.
En
ambas obras, solo se hace posible desvelar el misterio cuando el
protagonista ya ha perdido todo cuanto amaba y le otorgó una
identidad. En el caso de Aureliano, es la muerte de su esposa y la
imagen de su hijo, el último de la estirpe, llevado en andas por las
hormigas, lo que desencadena el final del relato, pues solo entonces
comprende los mensajes que antes le eran inteligibles. Por su parte,
la narradora de La
puerta consigue
acceder
a la habitación secreta de Emerenc al morir su criada, convertida
con el paso de los años en una figura maternal de la que no puede
prescindir.
Ambos
personajes (sus familias, sus pueblos, sus naciones) recorren, por
tanto, un largo camino lleno de códigos y significados ocultos que
vendrán a concentrarse y desvelarse en los últimos párrafos del
relato. En estos desenlaces fatídicos seremos testigos, por un lado,
del relato o la estampa de un tiempo que colapsa a pesar de los
esfuerzos de Emerenc o los Buendía por preservarlo; y, por otro, de
la completa destrucción de este universo arcaico por el imparable
paso del tiempo.
Revelar el último secreto, descifrar el pasado que cayó en el olvido implica, de esta manera, el aniquilamiento de los protagonistas (literal en el caso de Aureliano; figurado en el caso de Magda, que se convierte en una sombra atrapada por la culpa). Por esta razón, ambas escenas crepusculares remiten, de algún modo, a la visión fantasmagórica de ruinas mayas (en el caso de Cien años...) o romanas (en La puerta), lo que coloca a ambas narraciones en un plano mitológico, legendario, mágico.
Revelar el último secreto, descifrar el pasado que cayó en el olvido implica, de esta manera, el aniquilamiento de los protagonistas (literal en el caso de Aureliano; figurado en el caso de Magda, que se convierte en una sombra atrapada por la culpa). Por esta razón, ambas escenas crepusculares remiten, de algún modo, a la visión fantasmagórica de ruinas mayas (en el caso de Cien años...) o romanas (en La puerta), lo que coloca a ambas narraciones en un plano mitológico, legendario, mágico.
Aclarada
esta última conexión, la más importante para el análisis
comparativo que nos ocupa, se detallan a continuación los pasajes
coincidentes en el fin de las dos novelas.
* Los pasajes que aparecen en este cuadro no siguen el orden de la narración de ninguna de las dos novelas, sino que se ha alterado el orden original de los fragmentos para mostrar más fácilmente los paralelismos entre ambas obras. En el caso de Cien años de soledad, se incluyen extractos de las cuatro últimas páginas del libro (346-349); de La puerta se incluyen pasajes del penúltimo capítulo, La herencia (págs. 305-308).
4. Escribir el eco
Comprobado
el gran parecido que guardan a varios niveles los finales de ambas
novelas, saco tres conclusiones de este trabajo.
En
primer lugar, creo que tanto La
puerta
como Cien
años de soledad nos
recuerdan el deber del narrador de emocionar y sobrecoger a través
de imágenes y escenas capaces de condensar un significado ulterior,
especialmente en el desenlace. (A este respecto, pienso que eliminar
el último capítulo del texto de Szabó no perjudicaría en absoluto
su novela; al contrario, le añadiría peso al final, que queda algo
deslucido en esa escena matrimonial con diálogos interminables).
En
segundo lugar, estos textos nos hacen reflexionar sobre la
importancia capital de crear y contar historias que importen por su
capacidad para plasmar lo personal y lo íntimo, pero también lo
social y lo político. Nos sobrecoge el desenlace de La
puerta
no por perder la habitación de Emerenc (que también), sino porque
se pierde un modo de vida. Del mismo modo, los lectores no solo
sentimos que se nos llevan al último de los Buendía: nos arrebatan
un universo de alquimia y pergaminos. (Para futuras conversaciones se nos queda pendiente, a este respecto, reflexionar acerca de la introducción del elemento fantástico en novelas que en su forma podrían parecer exclusivamente realistas, y su gran efectismo e impacto emocional en el lector cuando este se usa en el desenlace).
Por
último, creo que descubrir estas relaciones textuales tan tangibles entre dos obras aparentemente alejadas (una, nacida del cálido Caribe colombiano; la otra, de ese férreo sistema que fue la Unión Soviética), nos invita a nosotros a seguir dialogando desde
nuestros relatos con otros textos, sin miedo a articular conexiones explícitas. Cabe escribir, pues, como leemos: de la mano de otros, con otros, sobre otros.
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