TIEMPO E IDENTIDAD II 
 El fuego de Julio Cortázar 

Elsa Gómez Belastegui

Julio Cortázar. «Todos los fuegos el fuego», 
en Todos los fuegos el fuego. Barcelona: Edhasa, 2012. 


La manifestación más pura e inmediata del tiempo es el ahora. El tiempo es lo que está pasando: la actualidad. La lejanía geográfica e histórica, el exotismo y el arcaísmo, tocados por la actualidad se funden en un presente instantáneo: se vuelven presencia. En ese ahora pleno, espacios, tiempos y  cuerpos se vuelven intercambiables.
Octavio Paz, Cuadrivio[1]

Sigamos hablando del tiempo, o, más bien, de la «abolición del tiempo», como tituló el escritor y filósofo Manuel Benavides su estudio sobre «Todos los fuegos el fuego».  
Sería excesivo hablar de similitudes entre Farabeuf o la crónica de un instante y «Todos los fuegos el fuego». La estructura narrativa de uno y otro es distinta; lo que cuentan es distinto; tienen distinto ritmo, y tono, y son distintos en cuanto a complejidad. Y sin embargo, la experiencia de la lectura de uno y otro me ha llevado interiormente a un sitio muy parecido. Puesta a buscar coincidencias en su ruptura con la concepción lineal del espacio-tiempo, quizá habría tenido más sentido elegir, por ejemplo, «La isla a mediodía». Pero, por alguna razón, en «Todos los fuegos el fuego» –claramente un relato menos laberíntico y críptico que Farabeuf– encuentro, como en el libro de Elizondo, más que una propuesta una invitación muy tentadora a hacer real lo escrito/leído zambulléndome en el no saber, que en Farabeuf se traducía en deslizarse sin oponer resistencia por la abertura secreta del instante único y aquí, en seguir el hilo zigzagueante de las palabras y, de tanto mirar a un lado y a otro, confundirme con ellas. Los dos me llevan a un territorio desconocido en el que, como dice el propio Cortázar, «las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido por una especie de viento interior que las desplaza y que las hace cambiar».[2]
El planteamiento de «Todos los fuegos el fuego» es más sencillo –y más lúdico, desde mi punto de vista (lo que no significa menos serio)– que el de Farabeuf: sabemos, aunque solo sea superficialmente, dónde estamos. Pasan cosas que guardan cierto orden cronológico. Los personajes tienen nombre y están, aunque solo sea superficialmente, individualizados. En La crónica de un instante, se nos agolpan espacios, tiempos, objetos, situaciones, y tenemos que hacer un trabajo de disección e identificación antes de poder ordenarlos. Nunca estamos seguros de nada con respecto a nada.
Sin embargo, los dos textos nos arrojan al no tiempo. Uno con una táctica más perceptible y, sobre todo –y aquí creo que radica la diferencia principal–, una táctica de la que nos podemos excluir: podemos no aceptar la invitación de Cortázar, y leer el relato como si no hablara más que de dos relaciones amorosas, con ciertos paralelismos, que tienen lugar en dos épocas distintas y se van entrelazando. Podemos hacer un esfuerzo por sustraernos al ritmo de las palabras y su creciente aceleración, que nos va haciendo subir hacia el borde del abismo espaciotemporal. Elizondo, en cambio, crea un jeroglífico, un laberinto que nos atrapa y no nos deja elección. Una vez dentro, aunque sea a tientas tenemos que recorrerlo en busca de una salida, y, a la vez, si el tiempo transcurre en ambas direcciones, no hay manera de que la encontremos. 
En «Todos los fuegos el fuego», Cortázar nos sumerge en dos historias de amor paralelas separadas por dos mil años. ¿O no? Este es el juego abismal que propone. La estructura del relato es muy simple: se alternan dos triángulos amorosos, uno en una ciudad del imperio romano (el procónsul, su esposa Irene y Marco, el gladiador al que desea y que la desea en secreto) y el otro en una ciudad de Francia (Jeanne, su novio o en realidad exnovio Roland, y la nueva amante y antigua amiga de Jeanne, Sonia), que consumidos por la pasión acaban calcinados. Los sucesos de cada triángulo están narrados en párrafos que se alternan con precisión matemática: nueve por historia, que comienzan delimitadas, cada una en su sitio, y luego, a medida que la alternancia se va acelerando, se aproximan, se yuxtaponen, se confunden y, finalmente, como la pasión y el fuego, se funden en una. Y el tiempo pierde su identidad, se volatiliza, como se volatiliza la identidad personal.
  



Cortázar utiliza el fuego para hacernos ascender escalón a escalón los nueve niveles de la pirámide historiada compuesta por esas dos mitades simétricas. Al llegar al último, la mediana que separaba cada vez más débilmente las peripecias de una y otra historia se desdibuja y son una: el juego de espejos estalla en un único fuego purificador. Las frases que se yuxtaponen desde uno y otro lado del espejo van haciendo que en el cerebro se nos fusionen las dos escenas: un cigarrillo encendido en el cenicero del piso francés y un velario ardiente del que salta sobre la multitud romana una lluvia de chispas; un pañuelo de seda que en la mesilla arde sin llama y el humo del aceite que borra las imágenes en el circo.[3]En lo alto de la pirámide, descubrimos que el cristal del espejo era una superficie líquida que traspasamos a voluntad. ¿Quién es quién? ¿Dónde está el fuego?
Lo mismo que Farabeuf, «Todos los fuegos el fuego» es un experimento; es literatura como vehículo de transformación más que intelectual. Pero para conseguir que el lector no solo entienda sino experimente esa disolución del tiempo, el relato debe hacer que el tiempo no exista. ¿Y cómo lo hace? Por medio del ritmo, la aceleración progresiva de las descripciones de una y otra situación, los símbolos contrapuestos, las simetrías inversas y la simetría directa de elementos píricos: chispas, rayos de sol, cigarrillos, vino, coñac...
Los sucesos, los personajes, las situaciones y los símbolos están fundamentalmente al servicio de la estructura. Podrían vanagloriarse de ser las piedras de que está hecha; y sin embargo tienen muy clara su función, que es sostener la pirámide y crear el acercamiento y entrecruzamiento progresivo de secuencias separadas en el tiempo y el espacio hasta hacer desaparecer la distancia, la identidad y el tiempo. Lo mismo en Elizondo que en Cortázar, los símbolos articulan el argumento y atienden unidireccionalmente, como una flecha que atravesara los significantes y los significados, a lo más íntimo de la estructura.
Desde el primer momento adivinamos símbolos prácticamente detrás de cada frase, casi de cada palabra: nada está en la página por azar; no hay una palabra que no cumpla una función específica en más de un sentido y que no contribuya a crear nuevas esferas de significado. «“Ah”, dice Roland, frotando un fosforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red».[4]Esta tercera alternancia de narraciones es el primer salto: la última frase de una y la primera de la otra aparecen juntas en el mismo párrafo. El paralelismo de los símbolos está claro y refuerza el acercamiento: el fósforo de Roland y el río de escamas brillantes; Roland se echa para atrás y Marco consigue hurtar el cuerpo a la red.
La segunda yuxtaposición en una misma línea se produce dos párrafos más adelante, hacia la segunda mitad: «“El veneno”, se dice Irene, “alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras.»[5]El significado de los símbolos aquí se entrecruza. El veneno del que habla Irene anticipa la forma en que Jeanne morirá en su piso de Francia, y la insidiosa galería negra de la línea telefónica anticipa las galerías llenas de humo del circo romano. 
Hay cigarrillos y fósforos y sol abrasador, y hay vino en el palco imperial y coñac en el piso de Francia para alimentar el fuego, con el que se asocia la pasión amorosa en todas las culturas: «Irene bebe un largo sorbo [de vino] que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol,[6]y Roland «bebe un trago de coñac».[7]Esa  interferencia constante en la línea telefónica, esa voz que dicta cifras mientras Jeanne intenta hablar con Roland,  nos transmite por un lado la misma sensación de obstrucción e imposibilidad que tendremos luego cuando se desata el incendio en el circo,[8] pero también incomunicación y frustración, en Irene y en Jeanne. Entre otras cosas. Por ejemplo, piensa Jeanne: «quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente»,[9]y precisamente la voz dictará «ochocientos ochenta y ocho» (símbolo de destrucción y renovación, y de compleción) justo después de que Roland diga: «Mejor será que vaya a verte mañana», y justo antes de que ella conteste: «No vengas».[10]En una ciudad del imperio romano, Marco «esa noche ha soñado con un pez, ha soñado en un camino solitario entre columnas rotas». No sabe lo que significa hasta que ve «dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio».[11]Entonces lo adivina.



El entrelazamiento ha ido aumentando y acelerándose; las historias son cada vez más indefinidas. En las dos últimas páginas, el ritmo y la tensión preludian el fuego final. Licas el viñatero espera a que el procónsul haga el último saludo al público y deje de mirar «la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. “Soy tan feliz” dice Sonia». Él dice: «Fumemos [...] Agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa [...] El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado [...] el lienzo más distante del viejo velario empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre [...] los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas [...] un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse [...] Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del abrazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro.»[12]  El fuego pone fin al mundo ilusorio de las formas, lo que en el hinduismo se conoce como maya.  
En última instancia, la obra se cumple en el lector.[13]Las neuronas tienen un sobresalto cuando el tiempo y el espacio se dislocan, porque en un abrir y cerrar de ojos el concepto de realidad se resquebraja, pierde la forma, la sustancia. No cabe duda de que lo auténticamente valioso de cualquier obra existe en el silencio, pero es formidable que las palabras, unos signos escritos sobre una superficie plana, y los símbolos, por más que estén utilizados de un modo magistral, sean capaces de conseguir algo tan revolucionario. Como dice Perozzo Molina, «después de leer el cuento, el lector no percibirá ya el lenguaje como un simple medio para referir y nombrar el mundo, sino como un mundo en sí mismo, un universo capaz de transformar las nociones del mundo habitual [...] La referencialidad propia del lenguaje no desaparecerá por completo, pero dejará de constituirse como su característica fundamental».[14]Poco más se puede decir.



BIBLIOGRAFÍA:

Benavides Lucas, Manuel. «La abolición del tiempo. Análisis de «Todos los fuegos el fuego». Cuadernos hispanoamericanos, n. 364-366. Homenaje a Julio Cortázar, 1980.
Perozzo Molina, Sergio Ernesto. «La construcción de la trama».Literatura: teoría, historia y crítica. n. 12, 2010.
Luna Escudero-Alie, María Elvira. «Espéculo». Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid, 2002.(http://www.ucm.es/info/ especulo/numero20 /fuego.html)
Paz, Octavio. Cuadrivio. 3ª ed. Tabasco, México: Joaquín Mortiz, 1978.
Cortázar, Julio. Algunos aspectos del cuento. Madrid: Cuadernos hispanoamericanos, 1958.
Julio Cortázar. «Todos los fuegos el fuego», en Todos los fuegos el fuego. Barcelona: Edhasa, 2012. 
Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de símbolosBarcelona: Labor, 1992.

1]Octavio Paz. Cuadrivio. 3ª ed. Tabasco, México: Joaquín Mortiz, 1978, p. 19.
[2]Julio Cortázar. Algunos aspectos del cuento. Madrid: Cuadernos hispanoamericanos, 1958, p. 34.
[3]Cortázar, 2012: 186-187.
[4]Ibíd., p. 175.
[5]Ibid., p. 178
[6]Ibíd., p. 170
[7]Ibid., p. 180
[8]Ibíd., p. 174, 187.
[9]Ibíd., p. 179.
[10]Ibíd., p. 181.
[11]Ibíd., p. 171-172
[12]Ibíd., p. 186-187
[13]Manuel Benavides. «La aboción del tiempo. Análisis de «Todos los fuegos el fuego». Cuadernos hispanoamericanos, n. 364-366. Homenaje a Julio Cortázar, 1980, p. 484-494.
[14]Sergio Ernesto Perozzo Molina. «La construcción de la trama».Literatura: teoría, historia y crítica. n. 12, 2010: 157-182





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